lunes, 30 de noviembre de 2009

Phnom Penh y la historia camboyana, muy triste

La capital de Camboya, Phnom Penh, ofrece su mejor cara a través del cuidado paseo junto al río Mekong en el que se asienta, donde se encuentran el Museo Nacional, el Palacio Real y la Pagoda de Plata, ninguno de los cuales visitamos por dentro en un arranque de saturación monumental (no creo que nos perdiésemos mucho). Un poco más adentro, la ciudad se convierte en una red cuadriculada de insulsas –sólo arquitectónicamente– calles, que muestran en una esquina el lado más triste de la lucha del país por salir adelante, con lisiados arrastrándose, niños pidiendo o madres con bebés durmiendo en la calle, y en la siguiente, un animado mercado repleto de agradables camboyanos, que con su sonrisa abren una puerta a la esperanza.

Donde no existen estos contrastes es en la sombría, amarga y sobrecogedora visita al Museo Tuol Sleng, antiguo instituto de secundaria utilizado por el régimen del Khmer Rojo como prisión secreta (llamada S-21) en la que, a lo largo de cuatro años del denominado “autogenocidio” camboyano –demasiado cercano en el tiempo y, sobre todo, en la memoria-, se encarcelaron, interrogaron, torturaron y asesinaron a más de 14.000 hombres, mujeres y niños (¿enemigos políticos?). Demasiado triste como para tener interés adicional en visitar los cercanos campos de exterminio de Choeung Ek.

A pesar de que estos hechos tuvieron lugar a final de los años 70 y Camboya aún se pregunta el porqué de estas atrocidades, algunos de los responsables se han librado de rendir cuentas a la justicia de los hombres (que es la única que yo conozco), mientras que otros aún están pendientes de que el complicado proceso judicial finalice. Parece que podría ser pronto.

Y es que una justicia lenta no es justicia.
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domingo, 29 de noviembre de 2009

Angkor y la cocina camboyana, una maravilla

Sin duda el país más pobre de los que hemos estado hasta ahora, Camboya ofrece magníficas perlas que no se pueden más que apreciar y saborear.

En primer lugar, los templos de Angkor, cerca de Siem Reap, muestran sólo una parte de la grandiosidad y el esplendor del imperio Khmer camboyano, cuya capital tenía, allá por el S.XII, un millón de habitantes, cuando Londres tenía 50.000 o la villa de Madrid se repoblaba tras la Reconquista. El recorrido en tuk-tuk entre los enigmáticos templos y fastuosos palacios, construidos en un primoroso entorno natural con el que se funden, es, a nivel de monumentos, lo más espectacular de este viaje hasta el momento.


La ciudad de Siem Reap, en la que apenas hay alumbrado público más allá de las tiendas, comercios y restaurantes, tiene un bullicioso y condensado centro (cuatro calles) en el que la oferta culinaria para los turistas me pareció de una altísima calidad.
Tanto es así, que después de un par de días en Siem Reap comiendo de maravilla, reservamos una mañana para hacer un curso de cocina camboyana en un restaurante llamado Le Tigre de Papier, con visita al mercado local incluida. Yo decidí preparar una crema de calabaza con leche de coco y un pollo al estilo pod choy; muy sabrosos me quedaron los dos platos, hay que decirlo. En la cocina camboyana, además de utilizar, como es natural, las especias más comunes en la zona (tamarindo, caña de limón, galanga y cúrcuma, por ejemplo) –algunas de las cuales aderezan el riquísimo amok–, cocinan las verduras en agua o leche de coco en lugar de en aceite, lo cual es una sana costumbre.


Intentaremos abastecernos de los ingredientes necesarios y replicar estos platos de vuelta a España, y, si no acertamos, habrá que buscar algún restaurante camboyano en Madrid, o en su defecto un asiático que prepare comida camboyana, que lo habrá.


Lo que no podremos replicar seguro es el bonito trayecto, en autobús primero y en barca después, para ir de Phnom Penh a Chau Doc, en Vietnam, a través de la frontera fluvial que está dispuesta en medio del Mekong.

En su renombrado delta, el tiempo simplemente discurre despacio, y así, despacio y sin prisas, nos despedimos de Camboya, hechos unos expertos en cocina ... marítima.
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domingo, 22 de noviembre de 2009

Confirmado: Facebook bloqueado en Vietnam

Desde Ciudad Ho Chi Minh, como algunos se empeñan en llamar a Saigón desde hace más de 35 años (no sus habitantes), podemos confirmar la noticia de la agencia EFE de la que se hacían eco El País y El Mundo hace un par de días.

Efectivamente, Facebook está bloqueado en la República Socialista de Vietnam:


De todas formas, la gente encontrará el camino para la protesta contra todo aquello que no consideran justo, en Sebastopol y aquí en la Cochinchina.

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Una semana en Bangkok, locura de ciudad

Aún resuenan en mis oídos las voces callejeras de la ajetreada capital tailandesa, que repite de forma rítmica y cadenciosa “maaaaasage, maaaaasage”, con un tono parecido al que utilizan en Siem Reap para decir “one dooollar”. De esta forma, las sonrientes tailandesas aguardan incansables un mínimo gesto de atención para lanzar una maliciosa sonrisa que atrape al paseante hacia la tela de araña de sus casas de masajes.

No estaba yo muy perrunillero estos días en Bangkok, que pasé medio constipado a causa del aire acondicionado de nuestro “hotel”, pero aún así cayó algún gratificante masaje, y más que vendrán, que a Tailandia volveremos pronto.

Desde nuestra base de operaciones en la zona de Kao Shan, atiborrada de turistas, exploramos la ciudad: visitamos los palacios y templos, merodeamos por los mercados callejeros –especialmente arrebatador el de Chatuchak, el mayor del mundo con sus más de 15.000 puestos-, y cogimos el Chao Praya River Express que recorre el río que atraviesa la ciudad.

Como excursiones, un día nos dimos una pequeña paliza para hacer varias visitas turísticas en la zona de Ratchaburi. Por la mañana, fuimos al mercado flotante de Damnoen Saduak, que, aun siendo una visita destacada por hacer desde Bangkok, ha perdido, para mí, el encanto que un día pudo tener al estar hoy en día orientado principalmente a los turistas, que en hordas llegadas desde Bangkok lo visitan (o mejor dicho, lo visitamos :-(). Tras el mercado, nos dirigimos al mítico puente sobre el río Kwai, inmortalizado en la genial película cuya música seguro que conocéis, donde un humilde museo explica, entremezclada con las crónicas de Tailandia, la historia del campo de prisioneros (sólo sobrevivieron una docena) que estuvo a cargo de la construcción del “ferrocarril de la muerte” en dirección a Saigón durante la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, fuimos al Templo de los Tigres, un monasterio budista que se ha convertido en una especie de centro de rehabilitación de animales, y en el que, con la supervisión de los voluntarios, se puede acariciar a los tigres, algunos de los cuales caminan semi-libremente por el parque. ¡Muy curioso!

De todas formas, tras este día en el que la masificación de turistas era abrumadora –como también sucede a todas horas en Bangkok-, me confirmo en que hay que salirse de los caminos marcados para disfrutar de las experiencias en plenitud.

Y eso sí ocurrió la noche que asistimos a una velada de muay thai, la lucha tradicional tailandesa, en la que en medio de un enardecido y atronador ambiente, animado fundamentalmente por el griterío de los apostantes desde los asientos de tercera clase, los jóvenes (y sorprendentemente pequeños) luchadores se golpean de todas las formas imaginables durante cinco frenéticos asaltos. Como consejo para los apostantes, mejor jugarse el dinero a favor del boxeador con calzón rojo.

En cuanto a la comida, aunque no está mal, la verdad que nos resultó algo decepcionante, quizás debido a las altas expectativas que teníamos a priori. El pad thai está rico casi en cualquier sitio, sin duda, y tomé un par de pescados más que decentes, y una sopa picante suki que me gustó mucho, pero como mejor ejemplo de la decepción general, y pesar de la cantidad, está el hartón de marisco, simplemente mediocre, que nos dimos en Chinatown. Como rarezas, probamos en algunos puestos callejeros saltamontes fritos, regulares, y el escorpión frito, un poquito mejor pero de textura agresiva para mi gusto. Como volveremos a Tailandia, seguro que encontramos otros platos que nos dejen una mejor impresión final.

De marcha, nos costó encontrar los sitios realmente buenos, ya que parece que el conocimiento local es totalmente necesario para saber cuál es el local que cada noche soborna a la policía para poder cerrar más tarde las dos. En esta ciudad en la que se sale todos los días, nosotros fuimos más prudentes, y sólo salimos en condiciones tres de siete noches. La última sobre todo, lo pasamos genial en una zona llamada RCA, con muchos bares y discotecas llenos de locales y algunos turistas.

Por supuesto, en esta ciudad también está disponible toda la oferta de sexo, vicio y perversión que se quiera, para todos los gustos y niveles de moralidad. Nosotros nos dimos una vuelta por la zona de Patpong, por ver el ambiente del distrito rojo, pero la verdad es que da asco y pena más que nada. Lo que sí me hacía mucha gracia es lo que nos decían los taxistas cuando les preguntábamos pos sitios buenos para salir: “No money, no honey” (Iván, toma nota para una de vuestras camisetas de Setaloca).

Y así, con la excusa de la gestión del visado de Vietnam (que llevó tres días) y de pasar el fin de semana en esta ciudad famosa por su fiesta, pasamos esta semanita en Bangkok (seguramente demasiado), antes de desplazarnos a Camboya, Vietnam y Laos.
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jueves, 19 de noviembre de 2009

Libros del viaje – La Ilíada, Siddharta y otros

Aunque resulte increíble, en un viaje como el que estamos haciendo, supuestamente con tanto tiempo libre, debería haber más espacio para leer. Pero la realidad es que es principalmente durante los trayectos de autobús, tren o avión (si es que no hay que trabajarse el siguiente destino con la guía de viaje) cuando más se puede aprovechar para avanzar con los libros. Supongo que los viajeros que hacen su travesía en solitario dedican mucho más tiempo a leer.

Por mi parte, os voy a contar brevemente los libros que he terminado hasta ahora (habrá nuevas entregas), en el orden en el que me los he leído:

La Ilíada, de Homero, es un libro que siempre había querido leer. La historia de la Guerra de Troya, escrita como poema épico, se hace dura de leer con toda su descriptiva descripción de batallas adornadas de reiterados epítetos. La diversión está en el caprichoso juego sobre los destinos de los mortales en el que los Dioses del Olimpo se recrean, proyectando sus egos y luchas intestinas sobre los héroes troyanos y griegos. Igual que cayó la pérfida Ilión tras diez años de insistentes acometidas por parte de los aqueos, así terminé yo La Ilíada, seguramente con ayuda de los dioses. La Odisea la dejaré para otro viaje.

Siddharta, de Hermann Hesse, es uno de mis libros favoritos de siempre. Lo leí esta vez (la tercera) en formato electrónico (desde luego no es lo mejor, pero es un libro corto), en una noche de insomnio en el transiberiano. Se trata de la búsqueda del protagonista, hijo de un potentado brahmán de La India, de la iluminación espiritual, que encuentra no a través de enseñanzas de su padre y sus diferentes maestros, sino siguiendo su propio camino vital. Desde una perspectiva budista, el libro ensalza el valor de la paciencia, el arte de saber escuchar y penetrar el alma de los extraños, así como la tranquilidad y la serenidad de espíritu.

Las Rimas, de Bécquer, fue uno de mis clásicos de juventud –junto con las Leyendas, que también estoy “releyendo”, en plan audio libro-, y hacía ya mucho tiempo que no las repasaba. Mientras que las Rimas me parecen ahora mucho más ñoñas (siguen siendo una obra de arte), las Leyendas las encuentro si cabe más fascinantes.

El primer hombre de Roma, de Colleen McCullough, es el primero de una serie de siete libros de esta autora experta en Roma. Entretenido, bien escrito, y con un excelente apéndice sobre términos latinos utilizados y otras curiosidades, es un libro brillante que engancha de principio a fin, y que, desde luego, me invita a la lectura de los siguientes de la serie.

Miguel Strogoff, de Julio Verne, cuenta las aventuras de un valiente correo del zar en su complicado y azaroso periplo de Moscú a Irkutsk a través de las peligrosas llanuras siberianas invadidas por pueblos Tártaros. El evocador relato de los lugares por los que habíamos pasado en la primera gran etapa de nuestro viaje añadió un punto de interés adicional a esta amena novela de aventuras.

The towers of Trebizond, de Rose Macaulay, está escrito en un inglés británico culto que hace uso de un excelso vocabulario, lo cual es bueno para aprender nuevos términos, pero hace la lectura tediosa por momentos (a veces no es el vocabulario). Cuenta el viaje por Turquía de las protagonistas, en una misión exploratoria de la iglesia anglicana con la intención de captar nuevos adeptos y material para sus libros. Demasiadas discusiones sobre religión acompañan el agudo ingenio de la autora y las divertidas disquisiciones filosófico-morales en las que se encuentran los personajes.

Por otra parte, deciros que no me pude leer el libro uno de los libros que traje inicialmente y que me habían mis compañeros en Vodafone (En el gallo de hierro de Paul Theroux), ya que me lo dejé olvidado en algún lugar de Mongolia cuando iba a empezarlo. ¡Ya los siento, Charo!

Los siguientes libros que tengo por aquí son The beach (el de la peli de La Playa), de Alex Garland, The Hollow, de Agatha Christie, y Voices from S-21 – Terror and history in Pol Polt’s secret prison, de David Chandler. Veremos cuáles me leo, ya os contaré.

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lunes, 16 de noviembre de 2009

Java – Monte Bromo, Yogya y Yakarta

Definitivamente, Indonesia, con sus 17.508 islas que la convierten en el mayor archipiélago del mundo, es un país que me ha sorprendido, y para bien. Una vez más, nos fuimos con la sensación de que quedan muchos destinos en los que dejarse sorprender en este país, como la aciaga Sumatra –siempre castigada por los desastres naturales-, la inquietante y sinuosa Sulawesi, o la salvaje e inaccesible Papúa.

Nuestra experiencia en la Indonesia profunda se redujo al viaje hacia poniente a través de Java, que de todas formas no debe de ser de lo más profundo de Indonesia. Y esta experiencia la recordaré sin duda a través de la carismática figura de Don Hasman: periodista, escritor, antropólogo, puntualmente conferenciante (es un reconocido experto en la cultura y tradiciones de su país) y, sobre todo, pertinaz viajero (el camino de Santiago ha sido uno de su más recientes viajes) y distinguido fotógrafo. Este infatigable y entusiasta javanés de 69 años al que conocimos en Probolingo, casi al final de nuestro largo día de viaje desde Bali hasta Cemero Lawang, derrochó amabilidad, atención y simpatía natural hacia nosotros, y nos hizo de improvisado guía durante nuestros tres días en las inmediaciones del Monte Bromo, uno de los 129 volcanes activos de indonesia.


El paisaje es ciertamente sobrecogedor, especialmente al alba y a primera hora de la mañana, cuando la niebla cubre el valle sobre el que se alza el Bromo, cuyo accesible cráter expulsa de forma continua humo, ceniza y tenues hedores a azufre. Exploramos la zona con Don, levantándonos antes del amanecer y descansando tranquilamente tras la puesta del sol en la modesta pensión que él nos recomendó.


También siguiendo su consejo nos quedamos un día más para así poder ver un ritual hinduista javanés sobre el que nuestro cicerone, con su cautivador carácter que todo el mundo parecía conocer por allí, llevaba investigando 41 años (para escribir un libro que, según él, debería estar listo para el año que viene), en el que la comunidad de un pueblo cercano, liderada por sus jefes y chamanes, se reunía para entregar ofrendas y rendir pleitesía a cierta deidad al son de una música repetitiva y penetrante. Evidentemente, éramos los únicos extranjeros y, como le dije a la televisión local indonesia que me entrevistó (por guiri), la verdad es que no comprendimos mucho de lo que allí sucedía, pero desde luego fue algo especial y diferente.

Desde allí recorrimos, en un agotador trayecto de algo más de diez horas, los 450 kilómetros que nos separaban de Yogyakarta (no, no había autovías en condiciones y sí muchísimo tráfico). Buen tipo el bandarra de nuestro conductor, Agus, quien a sus 31 años ya tenía tres esposas (de 16, 19 y 21 años respectivamente), lo que, sin llegar a las 41 del I Sultán de Yogya (ya van por el X), es una buena ración de cariño por dar y recibir a diario. Pero bueno, estas son las interioridades del mundo musulmán, ¡ese gran desconocido para mí!


Desde Yogya (como llaman los indonesios a Yogyakarta) rendimos la obligada visita a los templos de Prambanan –hinduista, del s.X- y Borodudur –el mayor templo budista del mundo, del s.VIII-, y condujimos con Agus por las inmediaciones del humeante volcán Murapi, que estalló en erupción por última vez en 2006, provocando un fuerte terremoto (de magnitud 6.2) y numerosas víctimas mortales (más de 5000) en esta bonita zona.

Finalmente, antes de abandonar Indonesia camino a Bangkok, decidí volar a Yakarta para visitar a mi amigo Des –malayo de nacimiento (de Kota Kinabalu, ni más ni menos) pero español de espíritu-, al que no veía desde hace más de siete años. ¡Toda una alegría! Sin duda estamos más viejos que en la época de Helsinki, pero eso no fue óbice, ni mucho menos, para que pasáramos una ajetreada noche de fiesta, escándalo y mucho vicio en la bulliciosa capital.

Como contrapunto, el domingo por la mañana, de vuelta de farra, observé que las calles, saturadas de coches la noche anterior, estaban atestadas de corredores, ciclistas o simples paseantes ... ¡a las 6 de la mañana! Y es que el primer domingo de cada mes cierran parte de la ciudad al tráfico rodado (bueno, la mitad de los carriles) y medio Yakarta (el otro medio está con la última copa) se echa a las calles en un intento por mantener el tipo y la salud y, según las autoridades, en un conato de controlar la alarmante polución de la ciudad. ¡Buena iniciativa!

¡Y es que el deporte es muy sano!

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domingo, 15 de noviembre de 2009

Disfruta la fruta

Refrescante, sabrosa y, casi siempre, deliciosa, uno de los alimentos más apetecibles durante el verano –o durante los interminables calores de estas latitudes tropicales- es para mí la fruta. La he disfrutado de mil maneras: al natural, en zumos, en ensaladas y acompañando otros manjares.

Al natural, de lo mejor, los mangos, cuanto más maduros más sabrosos; nos dijeron que el interior de Java era zona con tradición de cultivo y tenían los mejores – desde luego estaban riquísimos, y eran gigantescos.

En zumo, para acompañar la comida, mejor los clásicos: uno de piña, naranja o papaya. El aguacate (¿es realmente una fruta, por cierto?; yo diría que no) es demasiado denso y no me pega en zumo (en ensalada sí, desde luego). Y el de la fruta estrellada (llamada carambola en Sudamérica) es demasiado amargo; también lo descarto, esta fruta mejor para adornar. El de lichi no me convenció tampoco. Si buscas refrescarte, ya se sabe, la sandía, al natural todo un clásico, y en zumo una alternativa que no había probado (tampoco el de melón, bastante bueno). O el agua de coco, esencial en cualquier puesto callejero.

En batido, el de plátano, espectacular en un restaurante de Bali en el que todo estaba para chuparse los dedos, en especial un filete de atún a la parrilla, crudito, que cenamos un día. También el de fresa, excelente fresquito y recién hecho, o el de guayaba, también llamada, según el país, guava.

Y luego están todas las variedades locales que yo no había probado. El durián (que yo inicialmente confundí con la guanábana colombiana, que sólo he tomado en zumos, pues nunca la llegué a ver al natural), con un olor apestoso y una text
ura desagradable, no me gustó nada. La fruta del dragón o pitaya, roja o blanca por dentro, rica, rica en cualquier caso. El lichi y todas sus variedades hacen buen servicio de aperitivo: langsat (lo tomamos la primera vez recién cogido, en Sarawak), rambután y longkon son algunas de las que hemos visto y probado. Como frutas curiosas, la pomarrosa, con forma de pimiento y sabor a manzana, y la extraña y enorme fruta de Jack, a la que aún no le he dado una oportunidad. Cory me dice que pruebe también las peras coreanas (su madre es de allí, por cierto), y yo le contesto que sí, que tiene razón en eso de que en la vida casi todo se puede probar al menos una vez, pero que yo siempre me he decantado por las de agua.

El mangostán o mangostina, según nos dijo nuestro amigo Don, es, junto con el kiwi y el pomelo (enormes en el mercado flotante de Damnoer Saduak, cerca de Bangkok), de los mejores antioxidantes: bueno para prevenir muchas enfermedades. No sé si llegará a España, para incorporarlo a la cesta de la compra alguna vez.

Lo sabrá seguro mi querido Tío Eladio, gran conocedor de casi todas las variedades de fruta existentes, y a quien, tratando este tema, no puedo dejar de mandar un cariñoso saludo a través de esta entrada del blog.

Yo, por ahora, así sigo, disfrutando tanto de las nuevas texturas y sabores como de los ya conocidos, tanto en la fruta como en la vida, siempre buscando la sombra y el refresco por estas calurosas latitudes.
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lunes, 9 de noviembre de 2009

Las islas Gili – snorkling y buceo, piscina, playa y marcha

Como no se podía decir que estuviésemos cansados o estresados en Bali, decidimos hacer el camino a las islas Gili experimentando el transporte local, en lugar de la lancha exprés (sólo dos horas) para turistas que tomaríamos a la vuelta.

Marchamos en autobús entre arrozales, sofocados por el calor, hasta Ubud, y de ahí hacia Padangbai (tres horas desde Kuta), donde tomamos el ferry de cuatros horas y media hasta Lembar, ya al otro lado de la línea de Wallace, en Lombok. De ahí tomamos una furgoneta hasta Senggigi (una hora más), donde hicimos noche. A la mañana siguiente, tras merodear por las playas de la zona (mucho mejor hacia el norte, donde la serpenteante carretera junto a la costa ofrece buenas vistas de estas playas), fuimos en taxi a la terminal de autobuses de Bangsal (una hora), desde donde nos acercamos en cidomo (carro tirado por un poni) al puerto. Allí, como bien nos indicaba nuestra guía, nos intentaron timar con los billetes; pero, tras poco más de una hora de espera pudimos coger el bote público que nos llevaría en una horita larga hasta Gili Trawangan.

Definitivamente el transporte público en Indonesia es imprevisible, aunque en este caso estábamos avisados y lo hicimos con conocimiento de causa, tomándonoslo con calma.

Casi al comienzo de esta travesía conocimos a Miguel, un fotógrafo de Valladolid que durante sus continuos viajes se gana la vida jugando al póker online. ¡Gran idea! Echamos los cuatro una partida tranquila en el barco que tuve la fortuna de ganar, con la suerte del principiante.


Ya en Gili Trawangan, la isla más “grande” y animada de este precioso archipiélago, pasamos cuatro días muy majos, haciendo snorkling, buceando y saliendo de marcha uno de cada dos días –los días de fiesta allí son lunes, miércoles y viernes, de los que cazamos los dos últimos-. Con el alojamiento no tuvimos mucha suerte, más que nada por el ruido: las dos primeras noches teníamos una obra cercana, que nos despertaba temprano por las mañanas; mientras que las dos últimas, tras cambiar, estábamos, sin saberlo, relativamente cerca de la mezquita del pueblo, y los cantos de los muecines nos tocaron bien los … tímpanos.

Al ser una isla relativamente pequeña, al segundo día (mejor dicho, tras la primera fiesta), ya conoces a mucha gente; y casi vas saludando por la calle, tanto a locales como a guiris. Como había una mesa de ping-pong frente a la playa, y el primer día me tiré un farol, por hacer la gracia, con una apuesta ciega de 50.000 chapas (poco más de tres euros) a que ganaría al mejor jugador de la isla, pues los siguientes días muchos me iban saludando “español, español, amigo, amigo”. Ni que decir tiene que ya no soy el que era en este deporte (es verdad que tampoco tenía mi pala), y dueño del chiringuito me ganó la apuesta, no sé si de forma falsamente ajustada. A todos los demás con los que jugué (cada tarde unos partidillos), les gané, aunque a la mayoría sin mucho mérito ni emoción.

El snorkling en esta zona es muy bueno, y se puede ver casi lo mismo que buceando, pero la verdad que nuestra jornada de buceo fue realmente especial, y vimos muchísimos bichos diferentes, como el pez loro jorobado o el pez mariposa, además de tortugas, una morena, peces trompeta, mahi-mahis o pargos, de los que dimos buena cuenta p


Al margen de estas actividades o de algún paseo en bici por la isla, por el día solíamos pasar un rato en alguna piscina, con unas cervecitas o cócteles y música de fondo, y otro rato tirados en la playa, leyendo o dándonos un baño.

Por la noche, también vimos de todo: conocimos a suizas, suecas, alemanas, italianas, australianas, polacas, inglesas, a unas enfermeras de Nueva York muy escandalosas, e incluso a unas chicas de Alcorcón muy majas a las que les temblaba la patata. La música era bailable, las copas “nacionales” muy baratas y el ambiente, en general, más que curioso, con los locales revoloteando como locos en sus frenéticos bailes en torno a las extranjeras. Nosotros, a lo nuestro: calentamos con "peñas de trago", seguimso con los tornados cerveceros de Cory, y terminamos, por varios, dando guerra y castigo hasta por la mañana.

En resumen: otro destino playero, mucho más genuino y recomendable que Bali.

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sábado, 7 de noviembre de 2009

Gastando millones en Bali

Son diez mil – me decía con una sugerente sonrisa una joven balinesa, con sus grandes ojos negros y su tez suave tostada por el sol. Yo no podía más que devolverle sinceramente el gesto, que la chica lo merecía sin ninguna duda. Inmediatamente después le pedí más de lo mismo, que la primera entrega me había sentado muy bien.

Y es que la cerveza Bintang, de la que tan orgullosos están los indonesios, está riquísima. Definitivamente, a diez mil chapas (rupias indonesias, en este caso) la botella (0.65€), es un regalo, casi tan valioso como unos días de sol y playa en Bali, Lombok y alrededores. Y como hemos venido al mundo para ser felices (Susana dixit), y eso incluye, en mi caso, darme mis buenos caprichos, pues durante estos días en Bali y las islas Gili no nos ha faltado de nada.


Los pasamos como enanos con Cory, un crack de Indiana a quien conocimos en Mabul haciendo el curso de buceo, y con quien aún continuamos viajando. Gran tipo, grandes frases y grandes historias para recordar siempre.

En Bali nos quedamos en la zona de Kuta y Legian, posiblemente lo más turístico de la isla, repleto de suec@s, australian@s y cientos de otros guiris y locales, atraídos por los precios ridículamente bajos (para una oferta de calidad) de este paraíso del surf y la marcha nocturna, descubierto para el turismo por una pareja de americanos antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando esta parte de Indonesia aún pertenecía a Holanda.

Nosotros nos tomamos nuestra semana allí como unas vacaciones veraniegas, saliendo cada noche, dándonos homenajes culinarios (excelente comida, en especial el pescado y los zumos de frutas) y haciendo excursiones a diferentes playas en la isla. Además, en nuestro hotel, de habitaciones sencillas y espaciosas, teníamos una piscina de lujo donde nos hemos tomado nuestras buenas Bintang, cócteles y whiskazos.

En cuanto a las excursiones, empezamos por Ulu Watu, una bonita playa entre acantilados, mítica para los surferos, pero peligrosa, en algunas zonas, para el baño. Muy cerca se encuentra el templo de Pura Luhur Ulu Watu –hinduista, como es, mayoritariamente, Bali-, situado espectacularmente en la cima de los acantilados, donde nos quedamos para contemplar, rodeados de traviesos monos, la puesta del sol mientras un grupo de balineses interpretaba un animado teatro-danza Kecak, curioso y con un punto de humor muy particular.

Otro día fuimos, conduciendo bien entre arrozales o por calles esmeradamente acicaladas al estilo balinés, a la playa de Echo Beach, al norte de Seminyak, mucho más tranquila y sin turistas. Como decían los carteles del restaurante donde unos refrescantes zumos acompañaron una buenísima ensalada de aguacate y unos pescados (mahi-mahi y butterfish ese día, creo recordar): “Echo Beach: difícil de encontrar, difícil de olvidar”.

En Dreamland, también playa surfera junto a acantilados, hicimos nuestros pinitos con el bodyboard bajo un considerable oleaje, que nos arrastró varias veces, dejando algún recuerdo en mi pecho tras un par de golpes morrocotudos contra la arena. Aún así, muy divertido, y muy buen aprendizaje para cazar las olas en la tabla de surf (para cuando se tercie).
Además, a cincuenta mil rupias (poco más de tres euros) la hora de masaje balinés (demasiado suave para mi gusto), y dejándose contagiar por el único carácter de los balineses –divertidos, afables y relajados-, uno se recupera rápidamente.

Por supuesto, otra buena terapia es la culinaria. Aunque normalmente no nos excedíamos y nos decantábamos simplemente por un pescado a la brasa y un refrescante zumo (mis preferidos: de plátano, mango, melón, piña o papaya), hace unos días nos dimos un festín que os voy a detallar. Para beber, una botella grande de agua, tres zumos de plátano y dos coca colas; como entrantes para compartir, tres ensaladas hermosas –una de tomate, otra de aguacate y otra de verduras-, un plato de nachos con guacamole, una ración de gambas (acompañada de patatas fritas y ensalada), otra de calamares (también acompañadas) y un platazo de nasi goreng “especial” (arroz frito con huevo, verduras y marisco); y como platos principales: un pescado a la parrilla (un pargo rojo enorme), y dos cangrejos al vapor, todo ello acompañado de ensalada y patatas fritas. En total, pagamos la ridícula cantidad de cien mil rupias cada uno de los tres; al cambio, menos de siete euros por barba. Como dirían en Losar, ¡qué tupa!

Y es que así cualquiera se gasta los "millones", invirtiéndolos en felicidad.




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jueves, 5 de noviembre de 2009

Fin de semana en Kuala Lumpur

Finalmente dejamos Borneo –¡cómo nos costó!- para dirigirnos a Indonesia, nuestro siguiente destino, en el que aún estamos. Para ello, tras pasar una noche en Semporna (la ciudad desde la que se accede en barco a Mabul y Sipadán), tomamos un vuelo desde el aeropuerto de Tawau (a una hora en minibús colectivo desde Semporna) hasta Kuala Lumpur, la capital malaya, que habíamos dejado inicialmente fuera de nuestra ruta.

Pernoctamos dos noches en un cuidado hotel en la zona de Chinatown, junto al mercado nocturno de Jalan Petaling, lo que resultó ser un acierto, ya que la estación de autobuses desde la que partiríamos a Singapur (comodísimos autobuses, por cierto) estaba justo al lado.
KL, como llaman los malayos a su capital, es una ciudad bastante complicada para los peatones, y su sistema de transporte público me pareció, cuanto menos, más intrincado e incomprensible que el de Singapur. Aún así, paseamos y paseamos, azotados
por el calor y empapados por la humedad, por la ciudad: tanto por la zona colonial en torno a la inmensa plaza Merdeka, como por nuestro barrio chino y su mercado, así como por los enormes “Jardines del Lago”, preciosos pero sorprendente solitarios para ser un domingo.


El Mercado Central, repleto de artesanía local y con algunos puestos de comida, merece la pena, y no sólo por el refresco que supone el aire acondicionado en medio del calor de la ciudad. Me gustaron particularmente algunos cuadros de batik (muy caros para mi presupuesto) y, por supuesto, los arcos y las efectivas cerbatanas utilizados en el interior de Malasia. Por lo demás, lo mejor del mercado fue un masaje muy especial que disfrutamos allí: se trataba de meter los pies en una piscina llena de cierto tipo de peces que no paran de darte pequeños mordiscos en todas partes, produciendo un agradable e inquietante cosquilleo mientras, supuestamente, eliminan impurezas de tu piel en lo que denominaban fish spa. Fueron sólo diez minutos, pero definitivamente los peces se dieron un buen festín.

Por la tarde-noche (a la hora de la merienda-cena), no nos podíamos perder la obligada visita a las torres Petronas, que con sus 451.9 metros fueron el edificio más alto del mundo durante algún tiempo (ahora mismo están en la quinta posición). El centro comercial (KLCC) que se encuentra en la base de las torres es, como muchos otros en las grandes ciudades asiáticas, simplemente espectacular: todas las marcas de lujo se dan cita en él, así como todo tipo de restaurantes, además de unas salas de cine, en las que vimos un tremendo bodrio protagonizado por Bruce Willis (me has decepcionado con ésta, Bruce).


Al día siguiente, tras una salida de sábado por la noche en la que sólo encontramos un decepcionante y decadente ambiente, regresamos a nuestra base en Singapur. Allí aproveché la mañana para visitar el magnífico Museo de las Civilizaciones Asiáticas, la tarde-noche para una buena merienda-cena, y la noche para tomar una copa con Mark, un amigo americano de mi época en Viena que estaba casualmente en Singapur por trabajo.

Es lo que tiene Facebook, que te permite estas alegrías al tenerte localizado, cuando quieres…


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