jueves, 25 de febrero de 2010

Argentina: tan cerca, tan lejos

Una de las cosas que aún no me puedo explicar es cómo no había estado antes en este país con el que tantas cosas me unen. Argentina es un pedazo de España en Sudamérica: así, Buenos Aires es un Madrid gigantesco dibujado con escuadra y cartabón; y las calles de Mendoza, con sus cafeterías a la sombra de los árboles parecen traídas del Paseo de Cánovas en Cáceres a las proximidades del Aconcagua.


El argentino es un castellano viejo que conoce su lengua y juega con ella –en España cada vez la conocemos menos, con lo que para muchos hay poco margen para recrearse en ella-, con un punto de italiano caradura, y que se adaptó al mundo latino con el que convive a ritmo de tango, sufriendo los vaivenes de la vida (y del peso) de la mano de su Dios Maradona. De esta forma, las conversaciones con ellos sólo pueden ser, además de dilatadas en el tiempo –por su conocida verborrea-, divertidas, ya se hablase de política, de mujeres o de fútbol, sin duda los temas favoritos del país. Entre ellos, las discusiones sobre la mística, el talento y la (in)competencia de Maradona no tienen parangón, así es que con mucha asiduidad le sacábamos el tema a los taxistas, que siempre entraban al trapo.

Estas dos semanas y pico en Argentina me han puesto el caramelo en la boca para volver. Quizás lo peor de todo fuese la mala decisión de ir a pasar un fin de semana a Mar del Plata, una ciudad enorme y masificada donde se concentran buena parte de los porteños a pasar sus vacaciones. No daban ganas ni de ir a la playa, un verdadero campo de batalla en el que se suceden las luchas por colocar una toalla o meter un pie en el agua. ¡Nunca vi nada igual!

Sin embargo, a partir de ahí, todo fue estupendo y muy variado: Bariloche y la región de los Lagos, Mendoza y la zona cercana de los Andes, Córdoba y sus sierras... Dejé sin embargo muchos otros lugares para nuevas visitas que sin duda haré: el glaciar Perito Moreno, Tierra de Fuego, el norte del país (Salta, Tucumán y Jujuy), tal vez Rosario…

San Carlos de Bariloche es una pequeña y preciosa ciudad de montaña a la que llegamos desde Mar del Plata en un largo trayecto en autobús a través del interminable paisaje patagónico. Situada junto al lago Nahuel Huapi, su situación es la zona es inmejorable como centro turístico durante todo el año, ya que se convierten en estaciones de esquí en invierno lo que en época estival son lomas y montañas por donde hacer rutas de senderismo.


Tras subir el Cerro Campanario, un día lo dedicamos a recorrer en bicicleta el llamado “Circuito Chico”: unos treinta y cinco kilómetros, a través de preciosos parajes junto al lago, que se acabaron haciendo largos con tantas subidas y bajadas. Otro día hicimos la espectacular “Ruta de los Siete Lagos” –esta vez en coche-, que nos llevó a lugares tan típicos como Villa La Angostura o San Martín de los Andes, pasando por caminos de ripio (tierra), algunos de los cuales sin duda eran propios de carreteras de rally.


Por otra parte, en la zona andina cercana a Mendoza, fijamos el pequeño pueblo de Uspallata como nuestro centro de operaciones para visitar el valle del mismo nombre, el Parque Nacional del Cerro Aconcagua, y los diferentes puntos de interés a través de la carretera que va camino de Chile: el Puente del Inca, el Monumento chileno-argentino al Cristo Redentor –donde, a 4000 metros sobre el nivel del mar, hacía un viento gélido que helaba hasta la sangre-, o el cerro de los Penitentes. Impresionantes paisajes, con ríos de aguas bravas, quebradas imposibles, cerros multicolores y el impresionante Aconcagua, dominador de las áridas y nevadas cumbres andinas. De vuelta a Mendoza fuimos por una ruta diferente, cuyo mayor atractivo era el trayecto en sí, atravesando los llamados caracoles de Villavicencio, un camino en zig-zag de pista de arena (regular) a través de la semi-cordillera andina. Y ya en esta concurrida ciudad universitaria pasamos una noche de jueves muy divertida, cenando mejor que de costumbre y liándola parda en algún boliche mendocino, hasta bien tarde, ya que resulta que Argentina es el único país que conozco en el que la noche comienza (y alguna vez, termina) más tarde que en España.


Lo siguiente en nuestro viaje fue Córdoba, ciudad en la que destaca la Plaza de San Martín (en todo el país hay alguna, haciendo honor al “libertador”), con su bonita catedral jesuítica. Desde allí, tras salir un par de noches (regular), exploramos varios pueblos en el valle de Punilla: Cosquín, La Cumbre –pueblo llamado como el de mis abuelos, cerca de Trujillo; y donde un pequeño riachuelo a veces es llamado El Balneario y otras, según el agua que lleve, El Chorrillo- o Villa Carlos Paz, que sin duda tiene más encanto del que me esperaba (nos dijeron que era un Mar del Plata de interior), con una situación privilegiada junto al lago San Roque.

Al margen de toda la parte turística y de recreo en Argentina, y mucho más importante, resulta que tengo familia allí. Sí, Nieves y Manolo, hermanos de mi abuelo Paco, se fueron de su Losar hacia Argentina hace más de 40 años, y durante este viaje he tenido la fortuna de conocer y pasar unos ratos magníficos con una parte de mi familia que no conocía y que está afincada allí. Mi tía Nieves (con 93 años, 17 nietos y 28 bisnietos, según recuerda con cariño muy lúcida ella), su hijo Paco y su hija Rosa Mary viven en Córdoba, y con todos ellos pasé una tarde-noche entrañable y divertidísima. En Buenos Aires, Daniel, primo hermano de mi madre, nos mostró una pequeña parte de Buenos Aires (La Boca, con la típica calle Caminito) y nos invitó a cenar con toda su familia a su bonita casa en San Isidro.

También lo pasé estupendamente y me sentí muy cómodo y cercano con los todos los Antón: y es que la familia siempre es la familia, esté donde esté.
18 - Argentina

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martes, 23 de febrero de 2010

Última ración de libros del viaje: cal y arena

Para finalizar, durante este viaje, con mis pequeñas reseñas de los libros que voy leyendo, hoy voy a hablar de Cuentos populares vietnamitas, El testamento de un extravagante, de Julio Verne, Diálogo entre un sacerdote y un moribundo, del Marqués de Sade, y El libro de los amores ridículos, de Milan Kundera. Ahí lo tenéis, el que quiera que lo lea.


Cuentos populares vietnamitas


Una auténtica bazofia, una mierda hedionda con muy poquito de donde rascar. Bien me podía haber tomado, con los tres euros que me costó el librito en Vietnam, otras tantas cervezas; y haberme entretenido en hacer punto de cruz en lugar de entregarme a la lectura de esta recopilación de inocentes historietas que supongo sólo harán gracia, si acaso, a los vietnamitas, si es que son muy de pueblo. Decía Quevedo en El Buscón: “Dios te guarde de mal libro, de alguaciles y de mujer rubia, pedigüeña y carirredonda”; pues que así sea, por favor.


El testamento de un extravagante
– Julio Verne

Definitivamente, el genio de Julio Verne no será recordado por esta novelilla, que no sabría calificar como ligera o pesada, extravagante o montonera. Ligera por sus dimensiones físicas y su simpleza; pesada por los interminables listados de ciudades americanas por las que viajan los personajes en sus rutas azarosas; extravagante por la original idea de la novela en sí –un millonario que dejará su fortuna al ganador de una especie de juego de la oca en que los concursantes, elegido al azar, han de viajar por los estados americanos representados en cada casilla del juego; y finalmente montonera por la falta de calidad narrativa (en mi opinión) y previsible final. Da para poco más que un aburrido trayecto de autobús, pero ya es algo.


Diálogo entre un sacerdote y un moribundo
– Marqués de Sade

Tremenda plática sobre la existencia o inexistencia de Dios, en la que un moribundo le da un contundente repaso al sádico sacerdote (sádico por el nombre del creador del personaje y tal vez también por el final del texto), a través de un inequívoco elogio de la razón como argumento para esta discusión filosófica tan manida.

De entre todas las frases buenas del libro, yo, ateo educado entre curas (a los cuales respeto en su mayoría, y a alguno hasta admiro), me quedo con ésta: “renuncia a la idea del otro mundo, no lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la felicidad en éste”.


Risíveis amores – sete histórias de amor extremadamente originais
(El libro de los amores ridículos)
- Milan Kundera

Para seguir mejorando mi portugués, compré este excelente y divertido libro de otro gran genio, Milan Kundera, quien bien podría haberse entregado a la novela picaresca de haber querido, porque ingenio y talento no le faltan para desarrollar la parte más íntima, ruin y conflictiva –a diferentes niveles- de la psicología de los personajes.

Al mismo tiempo, en este libro también, sus historias te implican de forma profunda y te hacen reflexionar sobre aspectos de tu vida sobre los que, tal vez, no te hayas parado a pensar lo suficiente. Sí, claro, el libro me está gustando, y mucho.

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Hacia Chile pasando por un poquito de mundo anglosajón

La verdad es que nos costó muchísimo marcharnos de Asia, y eso que la idea inicial era pasar en Sudamérica unos tres meses. Pero la dinámica del viaje, que requería tomarnos la vida con calma, hacía que nos costase horrores, por unas cosas u otras, despedirnos fácilmente de cada país asiático.

De hecho, incluso intentamos alargar una semana más nuestro tiempo en Filipinas con la idea de darnos una vuelta por el Carnaval que se celebra a mediados de Enero en Kalibo, al que el dueño de nuestra pensión en Boracay (un tío muy divertido) nos invitaba, pues él tenía casa allí.

No pudo ser –¡menudo quilombo hemos tenido durante todo el viaje con los vuelos del billete de vuelta al mundo de LAN Chile!-, así es que a partir de entonces (10 de enero) afrontamos el complicado trámite de llegar, a través de varios destinos intermedios, desde Filipinas hasta Chile, nuestro punto de entrada en Sudamérica. Así, de Boracay tomamos el bote a Caticlán, para allí volar a Manila, y de allí a Bangkok el mismo día; al siguiente, vuelo a Brisbane, en Australia (vía Singapur). Un par de días en la Sunshine Coast australiana, y vuelo hasta Santiago, con escala de unas horas en Auckland, Nueva Zelanda.

Sinceramente, no me dio pena no pasar más tiempo en Australia o Nueva Zelanda (y eso que NZ me encantó cuando estuve, y me quedé con ganas de explorar con más tiempo la parte más septentrional de la isla norte) esta vez, ya que en el estilo de viaje que proyectamos, lo que es el mundo anglosajón no pega demasiado. Caro, caro, caro, y más en comparación con Asia, de donde veníamos. De todas formas, por ver la zona, alquilamos un coche en el aeropuerto de Brisbane y condujimos hasta Mooloolaba, un tranquilo pueblo surfero australiano en el que fuimos a la playa y nos recuperamos de tantos días seguidos saliendo en Boracay.

Y así llegamos a Chile, donde disfrutamos de la hospitalidad y amabilidad de Charlie y señora, conocimos a su recién nacida hija Cristina y nos dimos algún que otro homenaje culinario. La ciudad de Santiago de Chile no me pareció que tuviese nada especial, aunque tiene pinta de ser un lugar cómodo y tranquilo para vivir.


También visitamos Valparaíso, bonita ciudad costera, a la que Neruda tenía un enorme aprecio. A mí me decepcionó un poco, aunque, como siempre, es cuestión de expectativas.


Las expectativas que desde luego no defraudaron fueron las de volver a utilizar el castellano, y es que, aunque sea con ciertas palabras trocadas, sólo escuchar tu lengua materna te hace sentir como en casa. Eso sí, como ya dije, allí se sale de carrete, en lugar de a la Quiniela se juega a la Polla, y, en vez de azafatas, en los vuelos te atiendan aeromozas.

Pero para mozas, olvidémonos de Chile, que nuestro siguiente destino era … Argentina.
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domingo, 21 de febrero de 2010

Filipinas, menuda perla por descubrir

¡Grande Filipinas! El carácter y el cercano humor de sus gentes, la sosegada belleza de sus playas, sus miles de islas por descubrir, así como sus enormes posibilidades para hacer deporte (submarinismo, kitesurf, trekking, etc.) hacen de este país otra de las grandes sorpresas del viaje, y un destino al que, antes o después, de una forma o de otra, intentaré volver.

Después de tanto tiempo en Asia, ya casi dábamos por perdida la comunicación espontánea, la complicidad en el humor y las conversaciones entretenidas con locales. Y en Filipinas, todo eso apareció, y en grandes dosis. Los filipinos hablan perfectamente inglés, y muestran siempre una cara amable, feliz y divertida (muy al estilo brasileño, por cierto; ahora que acabo de pasar el Carnaval en la bonita ciudad de Ouro Preto). Además, a los españoles nos tienen un cariño especial, dicho sea de paso; y eso que nos fuimos de allí (bueno, nos echaron los americanos a su manera, por variar) ya hace más de 100 años.

Por cierto, el libro de Manuel Leguineche “Yo te diré…La verdadera historia de los úlltimos de Filipinas” es excepcional; lo leí hace unos años y no puedo dejar de recomendarlo. Para un resumen de la historia de estos patriotas cabezones, visitad este enlace.

Ya antes de esa época y hasta ahora, muchas palabras españolas han sido asimiladas al tagalo (los números, sin ir más lejos), y los nombres y apellidos españoles abundan (hay muchas historias curiosas sobre los originales nombres filipinos). Para continuar con la cercanía a casa que ya de por sí Filipina nos ofrecía, cenamos en un buen restaurante español –llamado Dos Mestizos y regentado por un canadiense muy majo- un par de veces (el bacalao a la vizcaína, de lo mejor) y algún otro día retomamos dos grandes costumbres de nuestra tierra: la clásica y reparadora siesta por un lado –sin duda necesaria-; y la merienda-cena –asidero de abuelas y tías-abuelas ocupadas- por otro, en la que un bocadillo de jamón serrano con queso manchego del bueno lució casi como en casa.

Bueno, pues ya metidos en contexto, os cuento que esta mi primera visita a Filipinas la dedicamos casi en su totalidad a un destino de lo más completo que puede haber: Boracay. De Manila en avión a Kalibo, de ahí a Caticlán en bus (un hora y media) y finalmente quince minutos en barca te dejan en la preciosa isla de Boracay.

A pesar de tener una infraestructura turística muy desarrollada, con múltiples opciones de alojamiento, comercio y bebercio, tiene un encanto muy especial y rápidamente uno observa que la gente que tiene la fortuna de estar allí, bien de paso –como nosotros-, bien establecida de forma permanente, es simple y llanamente feliz, lo que es mucho decir hoy en día.


La playa este (White Beach), a lo largo de la cual las palmeras se encuentran alineadas casi en formación militar, permite disfrutar de unas puestas de sol espectaculares. Un poquito más tarde, y tras tomar un par de Long Island Ice Tea en un clásico bar de cuyo nombre no puedo acordarme , comienza en esta zona la diversión y marcha nocturna, que dura, día sí y día también, hasta altas horas de la madrugada, y en la que los filipinos, que por naturaleza son unos cachondos, salen de fiesta junto con los extranjeros que por allí andan (curiosamente, muchos rusos y rusas).

La playa oeste (Bulabog), sin embargo, es mucho más tranquila, y se destaca por ser todo un paraíso para ejercitar el kitesurf: un deporte que nos enganchó desde el principio. Estuvimos toda una dura semana saliendo por las noches hasta tarde, y levantándonos por la mañana temprano para coger las mejores condiciones de viento y marea en nuestro curso de iniciación a este deporte tan divertido y que espero seguir practicando.


Ahora estoy en otro destino estupendo (cerca de Fortaleza, en Brasil), donde también se puede practicar el kitesurf (hoy hicimos y mañana más), y sin embargo Filipinas en general y Boracay en particular no se me pueden ir de la cabeza al pensar en un lugar de vacaciones de sol y playa, rodeado de gente estupenda, con lugares bonitos por visitar, y muchas cosas por hacer.

Sin duda, Filipinas, famosa por sus perlas, es toda un perla por descubrir.
17 - Filipinas - Boracay

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viernes, 19 de febrero de 2010

Nochevieja en Kho Phagan

Decidimos ir a Kho Phagan en Nochevieja, en lugar de a Filipinas, nuestra otra alternativa, fundamentalmente porque habíamos quedado con Cory, ya hacía más de un mes y medio, en pasarla juntos, y él estaba encabezonado con que fuese allí, ya que era la primera vez en 18 años que la noche de fin de año coincidía con la fiesta de la luna llena, todo un clásico en este lugar. Además, Marco también iba para allá (fuimos juntos desde Viantiane en un viaje que se hizo eterno, combinando trayectos en tres, autobús y barco), y estábamos seguros de que en buena compañía lo pasaríamos en grande.


No se puede decir que con ello nos diéramos realmente una oportunidad para cambiar nuestra opinión sobre Tailandia, un destino que, encandilados por otros lugares del Sudeste Asiático, habíamos dejado de lado, cambiando los planes iniciales, por parecernos masificado y occidentalizado (seguro que hay lugares especiales también, pero hay que buscarlos mucho, como en el libro de La Playa).

Si algo define una fiesta en Kho Phagan (bueno, en la playa de la fiesta, Hat Rin, que es donde estábamos nosotros) es la masificación: australianos, israelíes, suecos, ingleses y americanos abarrotan lo que en el pasado habría sido una bonita y tranquila playa. Tailandeses de marcha, pocos: al margen de los que curraban en los chiringuitos –majos, divertidos y con letreros chisposos en sus tenderetes de venta de alcohol-, sólo las trabajadoras del placer se camuflaban en el mogollón.

Las dos o tres noches previas a Nochevieja ya pudimos ver que el ambiente de música electrónica y desfase a lo guiri salvaje no nos iba mucho, así es que aprovechamos algún día de lucidez para hacer una rutilla en moto por la isla (que no es pequeña) y ver de esta forma alguna playa perdida mucho más tranquila que la nuestra. De todas maneras, de cara a Nochevieja, había que intentar darlo todo… (no tanto como Cory unos días antes, que, haciendo el animal bailando encima de una mesa, se cayó y se destrozó las costillas).


Y eso hicimos, que bien servidos a la sombra de los pinos se ven las cosas de otra forma... Así sí, la fiesta es otra historia y los mejores deseos que me salían no podían ser más que por un nuevo año lleno de nuevas luces y nuevos colores, claro. ¡Pues eso!
16 - Tailandia - Kho Phagan

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sábado, 6 de febrero de 2010

Tercera entrega de libros del viaje

En una nueva entrega con mis comentarios sobre los libros que he leído hasta el momento en este viaje, hoy tocan Muerte al atardecer, de Hemingway, El Buscón de Quevedo y Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro. Ahí lo tenéis: el que quiera, que lo lea.

Death in the afternoon
(Muerte al atardecer)
– Ernest Hemingway

El triunfo del buenismo ecologista y de las opiniones políticamente correctas pero vacías de contenido invade el entorno mediático español a día de hoy, y desde luego eso va en contra de la Fiesta, que requiere de un conocimiento y una sensibilidad cultural especial que se está perdiendo por no ser cultivada. Este libro, escrito por un excéntrico y particular autor, que toma partido y no deja indiferente, es divertido e interesante, tanto para los aficionados que quieran explorar la visión de un extranjero que pasó de virgen a reconocido experto en algo tan nuestro, como para neófitos y escépticos con curiosidad honesta y sin prejuicios hacia el mundo del toro. La verdad es que no terminé el libro, por denso, pero yo que no pretendo convencer a nadie, sólo puedo decir que me seguiré emocionando ante la verdad de una faena honesta, y ante el arte de una serie de templados naturales rematados por un buen pase de pecho. San Isidro, este año no fallo.


El Buscón (Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños) – Francisco de Quevedo

Jugosa, aguda y ocurrente esta novela picaresca de uno de los grandes genios de la literatura española, maestro del ingenio de los que hacen malabares con las palabras. Palabras que resuenan con guasa y chispa en el rico lenguaje quevedesco, con una toque de sagacidad popular y otro de cultura clásica que a mí, como lector, me entusiasma. Además, el tema de los pícaros y buscavidas es muy nuestro (muy latino, diría yo, ahora desde Argentina) y se mantiene siempre actual. De hecho, a decir verdad, no faltan hoy modernos buscones que hacen gala de otras suertes para burlar los azares de la vida. Y busconas, que haberlas, ahílas.


Las viudas de los jueves – Claudia Piñeiro

Ameno y atrayente novela que retrata el mundo acomodado artificial en el que se instaló durante algún tiempo cierta élite social argentina, viviendo en urbanizaciones de lujo alejadas de la decadente realidad del país. Una realidad que al final también les llegaría a ellos, de forma más trágica si cabe. ¿Pasará lo mismo en España? Igual ya está pasando y algunos saldrán de la burbuja para irse de vacaciones al pueblo, lo cual sería un destino más afortunado que el de los personajes de este libro.

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jueves, 4 de febrero de 2010

Carreras de caballos en Bangkok

En nuestro largo viaje desde Viantiane, la insulsa capital de Laos, hasta el destino playero que habíamos elegido para pasar la Nochevieja (Kho Phagan), nos quedamos atrapados en Bangkok durante 13 horas, ya que todos los trenes hacia el sur estaban completos. Llegamos a la estación a las 6.30 de la mañana y, tras intentar todas las opciones, la mejor combinación que conseguimos fue reservar un autobús a las 7 de la tarde, que engancharía con un barco en Surat Thani que nos llevaría, vía Ko Samui, a nuestra isla fiestera. Fueron finalmente 20 horas infernales, pero eso es otra historia…

El caso es que teníamos todo el día por delante en Bangkok, y tuvimos el acierto de preguntar por las carreras de caballos. Efectivamente, ese domingo era día de carreras en el hipódromo principal de Bangkok, situado en el centro de la ciudad, muy cerca del parque Lumphini, y allí pasaríamos un día muy majo los tres: Marco –de quien tomé "prestada" la foto de más abajo"; buena cámara y buena mano-, José Ángel –infatigable estadista, también este día- y yo.

Alquilamos nuestros prismáticos, compramos el libro de las estadísticas de los caballos y pagamos la ridícula entrada de 50 Baht (1 euro) por acceder al recinto. Bonito, bonito, bonito, el hipódromo del Royal Bangkok Sport Club, que tenía hasta un pequeño campo de golf en el interior de la pista, con sus bunkers, lago y todo.

Durante las diez carreras pudimos probar algunos de los diferentes métodos de apuesta: caballo ganador, posición (que el caballo quede entre los tres primeros) y primero-segundo (que tus dos caballos, sin importar el orden, sean los dos mejores de la carrera). En la elección de los caballos, también jugamos un poquito: apostamos por los caballos favoritos (que cuando ganaron, nos dieron más bien poco dividendo); por caballos con estadísticas regulares (que habían ganado alguna carrera –o cerca- en su histórico) pero que aún así estaban bien pagados (sobre 4-1 ya está muy bien); y también por caballos que nos gustaban por diferentes características: su presencia, los colores del jockey (muy práctico para identificarlos en la carrera) o, simplemente, su nombre.

Pues con toda esta metodología para el vicio (y por supuesto, sin seguir, en general, los consejos de los amistosos apostantes de la tribuna), conseguimos estirar los 1500 Baht que pusimos entre los tres para mantener la emoción hasta la última carrera, en la que nos jugamos los 700 Baht que nos quedaban (habíamos ganado en la carrera anterior) a dos caballos muy aparentes cuyo nombre sin duda recordaría, de haber ganado alguno de ellos.

Como no fue así, nos volvimos a la estación tras la última cerveza con la sensación de haber pasado un día estupendo, cuando, a priori, no esperábamos nada de él. Otras veces pasa al contario, así es que: ¡a disfrutar de las cosas buenas!


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miércoles, 3 de febrero de 2010

El final de una vivencia inolvidable

La recuperación del portátil (del que rápidamente hicimos copias de seguridad) y el pasaporte marcó el comienzo de una nueva etapa en el viaje con las motos en Laos. Nos marchamos tan rápido de Muang Mai que aún no había amanecido cuando cruzábamos –Mat sin luces-, la pasarela (llamarla puente sería grave ofensa para la ingeniería de caminos) que marcaba el límite de nuestro denostado pueblo.

Llegamos raudos a Muang Khua justo cuando la aguja chica del reloj pasaba las siete del alba, la hora en que en teoría cerraban la carretera para continuar con sus perpetuas obras civiles. Y un par de horas más tarde, tras copioso desayuno a base de tortilla y tostadas (lujazo), acomodábamos, no sin apuros, las motos en la barcaza que surcaría el río Nam Ou en una bonita travesía de cuatro horas hasta Nong Khiaw. Una vez allí, subir las pesadas jacas desde la orilla del río por los empinados escalones que trepaban hasta el pueblo en sí requiso el concurso de cuatro forzudos locales, generosamente condimentados para el desafío, como es menester.


Continuamos ese mismo día hasta Vieng Kham, en una larga, intensa y sufrida jornada que no pudo rematarse con una ducha caliente, por falta de ella en todas las fondas de la villa, que con diligencia nos la recorrimos con ansias de alguna postrera concesión para nuestro abatimiento.

Los 140 km del siguiente día nos llevarían hasta Luang Prabang, a través de un bonito y abrupto camino de arena y piedras cuyas empinadas cuestas parecían a veces demasiado para nuestras queridas monturas, que hubieron de sacar toda su casta y su pundonor; y aún con ellos y con el nuestro, tuvimos que subirlas al paso, con una ración de cariño y dos de sentidos sudores en algún punto. Como ración manducatoria del día, en Pak Xeng volvimos a matar el hambre con el típico arroz “apelmazado” (traducción libre del sticky rice), que comíamos con las manos –siguiendo la costumbre local- para untar bien un sabroso aderezo, bien sangre cruda de pato o pollo. Al echarlo al gaznate con más frecuencia que nuestras visitas al mecánico, pues el arroz pasa del tiempo pasivo al activo en lo del apelmazamiento.


Y de lo más curioso de ese día fue poder observar y participar en lo que a primera vista nos parecía una romería a la laosiana y resultó ser la celebración, a su manera y por adelantado, del nuevo año por parte de la minoría étnica Hmong (que posee un pasado anticomunista, el cual en Laos aún les pasa factura y les hizo refugiarse en otros países). Todos ataviados con sus trajes tradicionales y tirándose unas bolas unos a otros sin parar durante varios días… ¡Muy colorida y entretenida Villa Hmong!

En Luang Prabang esta vez no nos entretuvimos mucho y sólo visitamos las cataratas de Tad Sae, que si bien no eran las más grandes y famosas de la zona, sí que quedaban más a mano en nuestra ruta rumbo al sur, hacia la amistosa ciudad de Vang Vieng. Digo amistosa porque en la mayoría de los restaurantes y locales de esta juvenil población centrada en el turismo de parranda mochilera están continuamente poniendo capítulos de “Friends” en la tele, lo cual me dio mucho alegría y nos ayudó a pasar un par de días de descanso y recuperación de achaques varios mal curados. Por estos males y algo de desventura, una vez más, como en Sipadán, nos quedamos sin hacer la actividad estrella del lugar, que en el caso de Vang Vieng es el tubing. Consiste en tirarte río abajo en un neumático gigante, haciendo oportunas paradas en chiringos montados al efecto, para saborear la cerveza y brebajes locales, y acabar, como mínimo, con una hermosa tajada a lo guirufo, complementada tal vez con alguna lesión por comportamiento temerario en las lianas, tirolinas y otros artilugios que proliferan en las orillas.

Y ya para finalizar la grandiosa experiencia de recorrer Vietnam y Laos en motocicleta, llegaríamos, a través de un puerto de montaña, a Viantiane, la modesta y anodina capital del otrora protectorado francés, que por cierto ostenta el triste record de ser el país que más bombardeado del mundo, por obra y gracia de Estados Unidos. En ella dejamos transcurrir unos días tratando de vender nuestros rucios, sin mucho más que hacer que pasear con ellos a lo largo del Mekong (que yo miraba ya más aborrecido que admirado).

En Nochebuena cenamos de lujo en un restaurante francés, en lo que resultó ser el mejor banquete de todo el viaje, hasta la fecha. Y la noche de Navidad, estuvo además más que entretenida, ya que nos encontramos con Marcos, un crack tarifeño con el que ya habíamos coincidido en un par de sitios en Laos, y con quien lo pasamos pipa esa noche y unas cuantas más, ya que continuaríamos juntos hasta después de la Nochevieja en Tailandia.


Respecto a las motos, las acabamos malvendiendo a un espabilado (Remote Asia Travel) que nos la jugó con el precio (rebajó a última hora su oferta inicial) al ver que no había otros potenciales compradores en esas fechas navideñas, en las que nadie comenzaría un viaje con ellas hasta después de comenzado el nuevo año. Pero claro, nosotros no íbamos a esperar una semana más allí…

Así es que de esta guisa, y con muchas historias de motocicletas ya contadas, sólo me queda en este post decirte, Babushka, que te echaré mucho de menos. A la vuelta del viaje, ya en Madrid, buscaré una prima lejana tuya, molona y robusta, que ronronee entre mis piernas para disfrutar juntos –y sin visitas a los doctores del motor-, de nuevas aventuras en la carretera.

15 - Laos

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