miércoles, 23 de septiembre de 2009

Últimos días en Rusia: Tomsk y el lago Baikal

Para finiquitar en el blog -que tengo abandonado ya hace tiempo- el primer país de nuestro viaje, tierra de zares y zarinas, hoy, desde Singapur, voy a escribir sobre nuestra experiencia en la ciudad de Tomsk y en el entorno del lago Baikal.

Tomsk es una ciudad eminentemente universitaria que, aun quedando “ligeramente” al margen del recorrido del transiberiano, merece la pena en general, por su carácter abierto y su arquitectura de casas de madera. No está especialmente contaminada en comparación con otras ciudades rusas que hemos visto, con varios parques (uno es donde jugamos un divertido partido de tenis en “tierra batida”) y paseos agradables. Dicen que con ese objetivo “ecológico” los notables de la ciudad evitaron el paso de la línea férrea del transiberiano por ella, aunque parece ser que el motivo real fue el coste, por aquel tiempo, de hacer un complicado puente atravesar el río Ob por esa zona.

La ribera del río Tom junto a la terminal del puerto, sin ser una maravilla (mucho mejor el paseo que hay montado en Nizhny Novgorod en la parte alta de la ciudad o las amplias aceras de Kazán), merece la pena, aunque sólo sea por saborear –con aceptables vistas- ­los shashlik que allí sirven, que son básicamente pinchos morunos tipo kebab especiados a la rusa, muy ricos, y mucho más baratos que los platos mediocres del restaurante Vechny Zov que tanto nos recomendaron.

Por lo demás, Tomsk es una ciudad con mucha marcha nocturna y buena gente, donde lo pasamos pipa y nos trataron de lujo (ver posts sobre el rusespanglish y sobre los deportes nacionales rusos).

Desde allí, y después de 27 horas de tren desde Taiga (ya en la ruta del transiberiano) llegamos a la ciudad de Irkutsk, que obviamos –nunca sabremos si erróneamente- para dirigimos directamente al centro de operaciones que elegimos para nuestros escasos cuatro días en el lago Baikal: el pequeño y tranquilo pueblo de Listvyanka, primer enclave de naturaleza de todo el viaje.

La primera noche dormimos en una cabaña con unas vistas espectaculares al lago (casi tanto como su propietaria), y unas camas de chicle incomodísimas y hasta desagradables al tacto. A partir del día siguiente nuestras vistas empeoraron, pero mi espalda lo agradeció.
Igualmente agradeció nuestro paladar cada día la frescura y el sabor de las variedades de pescado local, entre ellas el omul ahumado y la lubina al estilo Baikal (sin eneldo, por favor, que la cocina rusa le tiene demasiado aprecio para mi gusto al ukrop).

Para continuar con el deleite de los sentidos, un día tras otro se podían observar unas puestas de sol de película desde la gélida ribera del lago. Por ella caminamos una tarde hasta el museo Baikal, una patata con ruedas, donde hasta los dos curiosos ejemplares de nerpa –foca de algua dulce baikaliana- dan lástima enclaustrados en sus peceras de juguete. Con más tiempo, se puede ir hacia la zona norte del lago (más allá de la isla de Olkhon, que quitamos de nuestro itinerario, con pesar, para evitar más horas de traslados, en beneficio del relax), donde en esta época se encuentran todas las colonias de este mamífero agusanado, rechoncho y juguetón.

De todas formas, el sosegado entorno de Listvyanka (quizás demasiado) nos permitió dar batalla a las botas de trekking con varias caminatas por el lago. En una de ellas –en realidad el único trekking propiamente dicho-, nos dirigimos, por la mañana temprano, hacia la complicada ruta de 18 km hasta el pueblo de Bolshie Koty, con la idea de volver en barco. Tras subir y bajar varios picos y disfrutar de unas vistas estupendas junto a una playa desierta, pensamos que el tercio que nos faltaba sería más sencillo y menos cansado; sin embargo, la excursión se empezó a complicar, hasta tal punto que tuvimos que darnos media vuelta ante la perspectiva de tener que franquear una estrecha senda rocosa –mojada por la llovizna amenazante de algo peor– que serpenteaba con un acantilado a nuestra derecha. Como no nos hacen faltan tantas emociones en la vida, y no encontramos rutas alternativas convincentes en la montaña, decidimos desandar lo andado y sufrir lo menos posible en nuestro duro camino de regreso, lo cual no fue sencillo. Un hombre muy sabio me dijo: “soldado que huye, vale para otra guerra”. Pues a nosotros aún nos quedan mucha guerra por dar.

En resumen, días tranquilos para terminar mi periplo por Rusia junto al lago más profundo del mundo -almacena un quinto del agua dulce del planeta- y que se convirtieron en jornadas de descongestión y regocijo de los sentidos. No falló ni siquiera el olfato, que es quien me dice que volveremos a Rusia. Por el momento, … dasvedania!

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sábado, 5 de septiembre de 2009

El idioma transiberiano: el rusenplanglish

Después de más de tres semanas atravesando el corazón de Rusia y Mongolia en el transiberiano-transmogoliano, una de las ideas que con más insistencia resuena en mi cabeza es la de la limitación que supone, a todos los niveles, el problema de la incomunicación y de falta de entendimiento entre las personas por razones de idioma.

La buena voluntad y la persistencia en la utilización del rusespanglish, acompañadas de un extra de efectivo y la guía Ruso para el viajero de Lonely Planet, sirven para la supervivencia y poquito más. Pero para realmente sentirse cómodo en un país a medio plazo –y salirse totalmente del modo turista- es necesario compartir un idioma común.

Hasta que nos montamos en el interminable tren de Irkutsk a Ulan Bator, en el que los dos únicos vagones que hacían esta ruta completa estaban repletos de extranjeros (compartimos “camarote” con una pareja belga), nuestras conversaciones en el tren con viajeros, trabajadores y familias rusas siguieron una pauta muy similar y básica que, en general, le acababa restando atractivo a la conversación (que era otro parte más del día de la marmota del transiberiano), excepto cuando los niños -mucho más gestuales que los adultos- o el vodka –bebida nacional- hacían acto de presencia.

Si no encontrábamos a nadie que nos echase una mano (normalmente alguna chica joven), comprar los billetes de tren o montarse en el autobús adecuado requería de todos nuestros sentidos para no acabar en Sebastopol (también un destino atractivo para otro viaje). Comer en general es menos problemático (comer bien sí lo es), pero encontrar los restaurantes o lugares de interés a veces tiene su miga (extremeña precisamente).

En Tomsk, por ejemplo, queríamos jugar un partido de tenis. Los gestos son obvios para dirigirnos a la gente, pero tuvo que ser con una conversación medio en ruso medio en alemán (me sorprendí a mí mismo de todas las palabras que podía recordar; yo, que en casi 2 años en Viena no llegué a hablar alemán), como conseguimos que una chica muy maja nos indicase primero, se montase con nosotros en el autobús después, e incluso nos llevase hasta las pistas que estaban perdidas en medio de un parque. Allí jugué mi primer partido de tierra batida y puedo decir que me mantengo invicto en esta superficie .

También intentamos alquilar un apartamento, pero, a pesar de los esfuerzos y decenas de llamadas de las dos agencias que, sin hablar inglés (sólo algo de alemán) nos ayudaron, sólo pudimos ver un piso, que no merecía la pena en relación al mítico hotel Sputnik donde nos quedamos, un gran centro de operaciones para esta ciudad universitaria. Por cierto, nos pasaron al teléfono a una señora que hablaba perfectamente español y que nos ayudó con varios temas en Tomsk (lo que ayuda el idioma!).

En Yekaterimburgo fuimos a tomar unas cervezas a un pub irlandés (garantía de buen rollo y, pensábamos, de encontrar guiris o al menos gente que hablase inglés), y, para mi sorpresa, todo el mundo se empeñaba en hablar conmigo en ruso (¿tendré pinta de ruso?). Es curioso que, ante esas situaciones, tendamos a usar preferentemente el inglés, como si un ruso o un mongol fuesen a entender mejor el inglés que el castúo.

Por la noche, ya os podéis imaginar: todo un espectáculo comunicativo en bares, pubs y discotecas, en el que sacamos todas nuestras dotes interpretativas para explicar si nos dedicábamos, en esa ocasión, al mundo del toro (muuu, muuu, con pase de pecho incluido), a la cocina elaborada (chefpovar, chefpovar…) o al fútbol profesional (pin-pin-pin, pin-pin-pin, con toque de balón simulado). Yo lo que creo que pensarían algunos que éramos es gilipollas, sobre todo tras contar nuestra ruta en tren (seguramente no sabían que hay rusos y guiris que se la hacen de un tirón de Moscú hasta Irkutsk o incluso Ulan Bator; ya son ganas!).

Así es que, desde que hemos visto más guiris en modo backpackers aquí en Mongolia, hemos visto la luz de la comunicación y, para lo bueno y para lo malo, hemos abandonado nuestro querido rusespanglish.

En cualquier caso, ya hace mucho tiempo que me quedo con la lengua de Cervantes frente a la de Shakespeare para muchas situaciones, y pido la cuenta y los whiskies con coca cola, a la española.
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