viernes, 30 de octubre de 2009

Alipéndulas en Borneo

Bien es conocido el enorme grado de biodiversidad del que goza Borneo, en el que existen más especies de plantas que en toda África, y en el que muchos insectos aún están por clasificar y catalogar. En este contexto de abundancia botánica y entomológica, ha sido sin embargo el avistamiento de ciertas aves y mamíferos endémicos lo que ha atraído la ingente atención de la oleada ecoturista en alza.

Calúas, gibones, elefantes pigmeos de Borneo, orangutanes, monos proboscis, loris perezosos y alipéndulas de Borneo abundan por la selva y se dejan ver aleatoria y caprichosamente, mal que les pese a los esforzados turistaventureros, parapetados tras sus cámaras y armados de maxi-lentes de tropecientos milímetros, buscando cándida y pacientemente la instantánea del siglo, persiguiendo aplicadamente el próximo exitazo de Youtube o National Geographic (por cierto, mi vídeo de naturaleza favorito sigue siendo el de la lucha entre búfalos, leones y cocodrilos en el Parque Nacional Kruger en Sudáfrica).

Así, ante tal avidez por contemplar inusitadas escenas de la naturaleza, no faltan en Borneo guías que, por una módica cantidad, conduzcan a los animosos viajeros a la búsqueda de las escurridizas alipéndulas, las cuales, según los tabau, son sin duda las criaturas más difíciles de fotografiar sobre la faz de la tierra, lo que ha sido corroborado por los más prestigiosos ornitólogos, llegados desde Monfragüe.

Cuentan los tabaus en sus leyendas que estas veloces y extrañas aves nocturnas, tan míticas para ellos como eran los quetzales en Centroamérica, sólo se dejan ver por almas puras, de las que, por unas razonas o por otras, quedan muy poquitas, incluso entre los indígenas borneanos, bien malayos o indonesios, musulmanes o cristianos. Y es que hay mucho vicio…

Es por ello que, aunque las excursiones nocturnas hayan sido organizadas con algún niño o niña encabezando la partida (para dar alguna oportunidad a los pecadores fotógrafos, exentos de la inocencia infantil), en los últimos años sólo algunos jóvenes locales han logrado vislumbrar el magnificente colorido de la alipéndula.

Dadas las circunstancias, y siendo consciente de mi naturaleza envilecida, dejé una de nuestras cámaras a Kudra, la niña que actuaba de ayudante del guía, confiando mi suerte a ella. Mientras, con la otra cámara, yo observaba a los observadores, lo que encontraba mucho más interesante.

Y así, en un tremendo golpe de azar, sólo Kudra, como era de esperar, pudo avistar un ejemplar (hembra, según ella) remontando el vuelo hacia las copas de los dipterocarps. Por supuesto, nadie más lo vio y no hay fotografía que lo inmortalice.

Y es que esto es lo que pasa con la persecución, que se convierte en acoso, de los mitos de la naturaleza, reales como los de los quetzales o de los gamusinos, o inventados como los de las alipéndulas (creo yo): que rara vez se convierten en realidad, y sólo sirven para atraer, enganchar y, a veces, desesperar a los cada vez más frecuentes turistaventureros. De todas formas, ya se sabe: en el pecado va la penitencia; no es oro todo lo que reluce; y, como decía sabiamente mi abuelo, dice mi padre, y digo yo también, en el bar se siega mucha avena.

Finalmente deciros, queridos amigos, que en mi adorada Extremadura, en lugar de alipéndulas tenemos gamusinos, igualmente difíciles de fotografiar, y mucho más de cazar. A diferencia de las alipéndulas, es prácticamente seguro que todo el que va a cazar gamusinos, acaba viendo uno. Para más información sobre la caza del gamusino, Extremundo world tours.

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domingo, 25 de octubre de 2009

Masters del universo … submarino, en Mabul

Cuatro días, cuatro, pasamos en la pequeña isla de Mabul, en el mar de las Célebes, a 30 km de la costa suroeste de la provincia malaya de Sabah, en el noroeste de Borneo. Nos dedicamos básicamente a sacarnos el curso PADI de buceo en aguas abiertas, ya que visitaremos excelentes zonas de buceo en los próximos meses y no queríamos perdernos los puntos de interés ni debajo del agua. De hecho, allí, terciando una botella de ron filipino para amenizar alguna tranquila velada con nuestros compañeros de buceo (y alguno también de copas en Bali, desde donde publico este post), nos emocionamos con la posibilidad de ir a Filipinas (¡estaba tan cerca entonces!) a ver tiburones ballena… Só Deus sabe! – que dicen los brasilerios.


Buceamos principalmente en Mabul y en el atolón de Kapalai, y hemos visto casi de todo: tortugas enormes, peces cocodrilo, pulpos, rayas de varios tipos, barracudas, peces trompeta, caballitos de mar, una morena gigante, así como un sinfín de peces raros y curiosos cuyos nombres son un misterio para mí. Como mi ignorancia es muy atrevida, me impresionó muchísimo un bicho raro con cara muy fea, como la del enemigo de Jack Sparrow en Piratas del Caribe, que he tardado en identificar como una especie de sepia. La verdad es que nunca había visto una lejos de un plato con mahonesa; debe de ser que en el Guadiana no se pescan estos ejemplares.

Pero sin duda el bicho más grande que vimos, al margen de las tortugas, fue la morena gigante, que debía de medir casi tres metros de largo, tenía una cabeza como un balón de playa y el lomo ancho como el muslo de un caballo. ¡Im-presionante!

Y el más peligroso era, sin saberlo nosotros, el pez piedra, muy difícil de advertir por su logrado camuflaje, que le hizo pasar inadvertido excepto para los ojos de nuestro monitor de buceo Johny Pimpollo. Al parecer su veneno es tan potente como el de una cobra y si se te clava una espina en menos de dos horas estás en el otro barrio. Afortunadamente, seguimos el consejo de Pimpollo de “si es muy bonito, muy feo, o no sabes lo que es, no lo toques”, así es aquí seguimos contando historias de este gran barrio nuestro.

De todas formas, como todos los que estábamos en la isla, lo que realmente nos hubiese gustado es sumergirnos en el verdadero paraíso submarino, idolatrado por Jacques Cousteau como una de las mejores zonas de buceo del mundo, que es la cercana isla de Sipadán, con una pared vertical de coral de 600 metros junto a la que abundan varios tipos de tiburones y otros bichos grandes. Existe un número limitado de personas (120) que pueden acceder diariamente a la isla, y todas las agencias y resorts parecen tener siempre sus cupos llenos (a pesar de los precios), y eso que es temporada baja. Lo intentamos todo (excepto reservar con antelación, claro :-(), incluso hablamos con una española que lleva viviendo en Mabul más de un año y trabaja como gerente de uno de los resort de lujo, pero no hubo nada que hacer. ¡Otra vez será!

Lo disfrutamos a lo grande de cualquier manera, y estoy convencido de que haremos nuevas inmersiones en otros lugares hasta convertirnos, si es que no lo somos ya, en masters del universo … submarino.

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sábado, 24 de octubre de 2009

Eo, eo, eo, Sabah sí es Borneo

Está claro que la fama de Borneo como muestra de la naturaleza inexplorada y de la variedad de especies de plantas, flores, frutas, mamíferos, insectos y aves (además de la vida marina bajo las aguas) es debida, en gran parte, a las maravillas existentes en la provincia malaya de Sabah (no confundir con la reina africana de Saba, famosa por otro tipo de riquezas, más materiales).

Kota Kinábalu (KK) es la capital y ciudad de entrada por excelencia y la verdad es que, en comparación con Kuching (en Sarawak), me pareció con mucha más vida en sus calles y mercados (abiertos de día y de noche; ¡cómo trabajan en Asia!), y con una comida estupenda y barata. Cenamos abundantemente un exquisito mee goreng –noodles fritos- con marisco que tenía un sabor inconfundiblemente similar a una paella valenciana de las buenas. Junto con un plato hermoso de pollo, verduras e hígado (para cada uno) y un zumo de mango natural, salimos por unos tres euros por barba (por cierto, que por entonces llegué a mi record de 15 días sin afeitarme).

Nos quedamos en el Summer Lodge, frecuentado por mochileros, donde conocimos a Catalina, colombiana afincada en los Estados Unidos, con la que viajamos las siguientes dos semanas. Con ella nos fuimos al Monte Kinábalu, que con sus 4095 metros es la cima del sudeste asiático. La idea era comenzar la subida a la montaña, de dos días de duración, el 7 de octubre, día de mi cumpleaños. Sin embargo, la implacable e incesante lluvia tropical desaconsejaba la empinada y resbaladiza ascensión, con lo que, en un nuevo alarde de prudencia, celebramos mi cumpleaños con unas cervezas y una película, esperamos dos días adicionales en la entrada del Parque Nacional con la esperanza de que el tiempo mejorase, y, finalmente, marchamos sin subir a la cima (hicimos en su lugar un trekking suave el último día).

El siguiente destino era el Centro de Rehabilitación de Orangutanes de Sepilok, un complejo en el medio de la selva en el que ­­crían y ayudan a orangutanes heridos, abandonados o encontrados en plantaciones a valerse por sí mismo y sobrevivir, para reintroducirlos posteriormente en la selva, cuando están preparados. Junto a las plataformas de alimentación es posible ver a estos “hombres de la selva” balancearse por árboles y cuerdas con una destreza que sólo sus caderas móviles y articulaciones pivotantes pueden explicar, dado su peso.
Al día siguiente, tras hacer noche de nuevo en Sandakan (igual podríamos haber ido directamente), ciudad tristemente conocida por sus marchas de la muerte en la 2ª Guerra Mundial, nos dirigimos al río Kinabantangan, para pasar unos días en la selva y así observar de cerca los animales del entorno. Sin duda, de las mejores experiencias del viaje (nos quedamos de hecho una noche más de lo planificado inicialmente).

En la ribera del río, en diferentes excursiones vimos una significativa representación de la fauna local: muchísimos monos de cola larga, también llamados de cola caza-cangrejos (ya os podéis imaginar para qué y cómo la usan); varios grupos de monos proboscis narigudos, cuya estructura social en harem mantiene a los machos “alerta” a todas horas (ver foto); un orangután, retozando en lo alto de un árbol; varios cocodrilos (al parecer hace cinco meses un trabajador indonesio fue devorado por uno de ellos mientras pescaba en esta zona); un jabalí salvaje; varios calúas o pájaros de pico de cuerno, de varios tipos; y, como colofón que íbamos buscando, una pareja de elefantes pigmeo de Borneo, de “sólo” una tonelada de peso (no llegamos a ver el grupo de setenta a cien ejemplares que, según nos dijeron algunos afortunados, pululaban río arriba).


También hicimos incursiones nocturnas en la selva en busca de alipéndulas, pero, a pesar de la gran atención prestada y la supuesta pericia de los guías, la exploración fue infructuosa y, por dos noches consecutivas, sólo algunas sanguijuelas pequeñas nos acompañaron a través del fango y el lodo para no ver más que pajarillos multicolores y alguna serpiente, todos ellos dormidos sobre alguna rama. El avistamiento de alipéndulas es sin duda una actividad muy singular de la hablaré en otro post.

Y también en otro post (voy dejando lo bueno para más tarde, por darle emoción) hablaré de la parte final de nuestra estancia en Borneo, en la isla de Mabul, todo un paraíso de buceadores y ociosos de todo tipo y de todo el mundo. ¡Incluso de algún extremeño!

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domingo, 18 de octubre de 2009

Lo mejor de Sarawak (Borneo), Mulu

La isla de Borneo, la tercera más grande del mundo, tiene su territorio dividido entre la provincia indonesia de Kalimatán, el sultanato de Brunei y las provincias malayas de Sarawak y Sabah.


Como el sultán de Brunei no nos dio audiencia a uno de sus banquetes (tampoco se la pedimos, por no molestar) y los indonesios están esquilmando a pasos agigantados la selva húmeda tropical de Kalimatán –para convertirla en plantaciones de palmeras, usadas para múltiples aplicaciones que desconocía-, nos centramos en las dos provincias del Borneo malayo para nuestra aventura de dos semanas (luego serían tres) en este vergel para botánicos y entomólogos.


Comenzamos por la ciudad de Kuching, en Sarawak, que nos causó una grata impresión: cuidada, limpia y con un bonito paseo junto al río. No vimos mucho más allí, ya que el día que tuvimos “libre” lo pasamos en el Parque Nacional de Bako –me ha parecido uno de los mejor organizados y señalizados de los que hemos visto-, en el que hicimos una pequeña caminata hasta una cala rodeada de rocas.

Nuestro siguiente objetivo fue remontar el río Batang Rejang desde Sibu (de la que apenas vimos su puerto y su aeropuerto) hasta Kapit (donde sí dimos un paseo hasta la plaza del pueblo y cenamos en su mercado nocturno), para llegar a ver las comunidades locales que se asientan en sus riberas. Sinceramente, ni las ciudades de paso, ni el río en sí –que es un lodazal utilizado para el transporte de madera-, ni pasar una noche en una longhouse entre los iban, famosos por sus tatuajes y por su pasado como cazadores de cabeza, merecen la pena en absoluto. Los iban son gente sencilla, amable y acogedora que vive en modestas largas casas de madera, pero ninguna característica de su actual estilo de vida justifica la visita ni el precio pagado por ella, que supongo se repartirá entre unos y otros… Eso sí, muy ricos los langsat, de sabor parecido a los lichis, que tomamos recién cogidos (a ver si me pongo un día a recopilar sobre la fruta malaya: ¡qué variedad y qué maravilla!).

Lo mejor allí fue la visita que hice a la escuela en la que los niños de las diferentes comunidades iban de la zona, graciosos y simpaticotes, asisten a clase. Los profesores se portaron de lujo y, además de enseñarme el colegio y dejarme entrar libremente en sus clases, me invitaron a un copioso desayuno (para mí, comida para ellos), que servían en la sala de profesores con motivo de la celebración, durante todo un mes, del Hari Raya o fin del Ramadán.



Deshaciendo el camino por el río, regresamos a Sibu para coger allí un avión de hélices a Miri y, tras una noche allí en la que nos tomamos –al son de la música en directo de unos roqueros malayos- los últimos whiskies de las siguientes dos semanas, nos dirigimos, también en un avión a pedales, al Parque Nacional de Gunung Mulu, patrimonio de la UNESCO en el medio de la selva, y sin duda lo mejor de todo Sarawak. Entre los cuatro o cinco grupos de cuevas de Mulu, la inimaginablemente enorme cueva del ciervo, con una altura de 174 metros, es sin duda de lo más espectacular; en su interior habitan dos millones de murciélagos, que durante el día inundan de apestoso guano (huele a lejía) el interior de la cueva y, a la puesta de sol, salen todos juntos en bandada a alimentarse, principalmente de frutos y pequeños insectos. No vimos el tremendo espectáculo con claridad, pero ya cogimos la referencia de un reportaje que Sir David Attenborough, un Félix Rodríguez de la Fuente de la BBC, rodó allí hace unos años sobre estos mamíferos alados. La larguísima cueva de las aguas cristalinas, conectada con otras varias a través de pasajes que las hacen ideales para la espeleología, es también impresionante y, recorrida por un sinuoso y resonante río, pone una imagen real a los pasajes ficticios (¿?) del Viaje al centro de la tierra de Julio Verne.



En Mulu está claro que no hay que pasar por alto las visitas a las cuevas, pero deberíamos haberle metido un mayor componente de aventura organizando (de antemano, claro) alguna jornada de espeleología, o el trekking de tres días hasta los Pináculos, una rara formación de penachos de tierra caliza que sólo vimos en fotos.



Dejamos ese componente de aventura para intentar la ascensión, en el día de mi cumpleaños, al Monte Kinabalu, de 4095 metros, ya en la provincia de Sabah. Pero eso lo contaré en el próximo post, en el que los orangutanes, elefantes, sanguijuelas y gamusinos serán los protagonistas.
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viernes, 16 de octubre de 2009

Pulau Tioman, una isla de película

Como bien habíamos planificado, entre chute y chute de vacuna en Singapur, y antes de desplazarnos a Borneo, íbamos a tomar unos días de relax y descanso total en algún rincón playero cercano al paraíso. Y diréis: ¿y por qué sólo unos días y no siete meses de asueto? —pues eso es lo que yo me dije hace tiempo. ¿Y por qué no más tiempo? —pues eso es lo que me pregunto ahora.

El caso es que para estos días nuestra elección fue Pulau Tioman, una isla en el Mar de la China Meridional, al sureste de Malasia continental, relativamente próxima a Singapur y con garantías, a finales de septiembre como era, de no estar aún en la temporada del monzón.

La decisión no pudo ser más acertada, al igual que el desvío de un día que tomé para pasar un día en Malaka, ciudad con una fascinante historia por la que lucharon, entre sí y con los sultanatos dominantes anteriores a su llegada, portugueses y holandeses, y, más tarde, también los ingleses, haciendo de las suyas en plan pirata frente a la costa oriental de Sumatra.

El paseo por el centro histórico de Malaka resulta sorprendente, y es muy curioso observar, a través de los edificios, los templos y museos y las cuidadas calles en torno al río, los vestigios del pasado colonial europeo, junto a la influencia, aún presente, islámica, india y china. Además, la comida es estupenda, y el colorido y atestado mercado de Chinatown resulta cautivador para un sugerente paseo nocturno.

Pero volvamos a Pulau Tioman, nuestra tranquila isla paradisíaca en la que, hace algunos años, rodaron la versión australiana de “Supervivientes”. Nosotros, desde luego, no tuvimos problemas de abastecimiento, y teníamos a nuestra disposición cada noche, junto a la playa de Salang en la que se encontraba nuestro bungaló, diferentes variedades de apetitoso pescado local, que a la brasa era una delicia. Lo acompañábamos con unas cervecitas (muy barata: 3 latas por 10 ringgits, unos 2€), que sentaban muy bien aunque luego no hubiese apenas animación (una pena que el mejor plan nocturno era ver una peli en un restaurante muy musulmán –o sea, sin cerveza- con una pantalla gigante al aire libre).




Las actividades que llenaban las horas de sol en absoluto destrozaban el ambiente de relax que una hamaca entre palmeras frente al mar verde azulado y un buen libro nos brindaban cada atardecer. Y es que el snorkel es de lo más sosegado, y zambullirse entre peces multicolores y finos –y afilados- corales es una experiencia única, en la que la exuberante vida marina –espectacular en Coral Island, por ejemplo- te envuelve para mostrarte una pequeña parte de las muchas maravillas por disfrutar bajo las aguas.



También hicimos una entretenida caminata de siete kilómetros a través de la selva, cruzando la isla desde Tekek hasta la solitaria y preciosa playa de Juara, flanqueada, como casi todas las demás en la isla (incluida la nuestra en Salang), de una densa vegetación selvática en las impenetrables colinas contiguas.

Podría extenderme y recrearme algo más, pero lo mejor es que veáis algunas fotos para que os hagáis a la idea… Además, habrá más destinos parecidos. ¡Sed felices!

Pulau Tioman, una isla de película
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viernes, 9 de octubre de 2009

Tifón en Hong Kong – diversión en Singapur

Nuestro primer contacto con las megalópolis asiáticas vino a través de las enormes ciudades de Hong Kong y Singapur, que sinceramente recuerdo de forma dispar.

Nuestros dos días y pico en la semi-china Hong Kong los pasamos entre el viento y la lluvia de un tifón que nos dio poca tregua. Al menos nuestro alojamiento en Causeway Bay (caro para lo cutre que era) estaba bien situado, tanto para tomar unas copas con todos los expatriados en la zona de Wan Chai o en Lang Kwai Fong (con tremenda lluvia fuera), como para coger el metro e ir a Kowloon, por ejemplo. A Macao, no nos acercamos a pesar de la cercanía, que la meteorología no acompañaba.

En cuanto a turismo, tuvimos suerte con el tiempo cuando fuimos al Victoria Peak (visita que me había dejado pendiente en mi anterior estancia en HK) y, tras subir en el antiguo tranvía, pudimos disfrutar de las vistas sobre el puerto, aunque no hay foto para inmortalizarlo en condiciones. Sí, la cámara se estropeó al entrarle arena en el Gobi, y mi móvil chulo ya había muerto en Rusia por problemas para cargar la batería, así es que aún sigo con el móvil Nokia más cutre que pude encontrar en Ulan Bator, eso sí, con linterna y con calendario lunar. En cuanto a la cámara, compramos otra parecida –pero mucho más robusta- en Singapur, mientras Casio nos arregla la otra (veremos…).

Además, estuvo genial salir a cenar (y de paseo por Nathan Road, por supuesto) con unos compañeros de Optimi (Josko y Verónica) que por allí estaban, tan liados con un proyecto que Josko me decía que me quedara un par de meses… ¡Otra vez será! Con ellos vimos el espectáculo de luces y sonido (“Sinfonía de las Estrellas”) del puerto Victoria desde el paseo de las estrellas, la zona junto al Museo de Arte de HK (que visitamos al día siguiente), en el que los diferentes edificios se iluminan y cambian de color al ritmo de una música algo hortera.
La experiencia de cruzar de la península de Kowloon a la isla de Hong Kong en el mítico Star Ferry merece la pena por divisar desde otra perspectiva el puerto de Hong Kong, que, junto con el de Sydney y el de Barcelona, es de los más espectaculares que yo he visto, con todos sus rascacielos iluminados tanto en la isla de HK como en Kowloon.

Desde luego, HK, con su pasado colonial y su único sistema de gobierno de “un país, dos sistemas” supuso para nosotros un gran avance en cuanto a “civilización” y modernidad con respecto a Mongolia, pero aún una ciudad demasiado china para mi gusto –que sí que apreció la evidente mejoría en la comida. Y me parece a mí que cada día será más china y los hongkoneses más cochinos… Singapur, pues otra historia, y un nuevo paso adelante en la modernidad asiática, eso sí, logrado a base de mano dura en la legislación, que impone multas tremendas por montones de cosas en un afán de civilizar a los co-chinos (masticar chicle, escupir, tirar basura, comer o beber en el metro, fumar en lugares públicos y un larguísimo etcétera) y ataca de forma implacable cualquier atisbo de corrupción. Eso sí, Lee Kuan Yew, gobernante en la sombra, no da oportunidad a la oposición (que no existe) y la libertad de opinión y prensa está siempre cuestionada.

De cualquier forma, Singapur me parece una ciudad estupenda para vivir: organizada, multicultural, con miles de cosas que ver y que hacer enlazadas por un buen sistema de transporte público, con un alto nivel de vida, marcha nocturna, y, por si te terminas aburriendo, comunicada de manera excepcional con cientos de maravillosos destinos en el sudeste asiático. Volveremos allí pronto para la tercera y última dosis de la vacuna de la encefalitis japonesa, que en España no nos la ponían. ¡Y quién sabe si alguna vez más!

Nuestro barrio (porque así acabó siendo tras dos estancias de fin de semana en la zona de Geylang Road), si bien no era el paraíso del glamour, sí que era el paradigma de la multiculturalidad de esta ciudad en la que los hablantes de cuatro idiomas –malayo, chino, árabe e indio- conviven sin problemas. Nos llamó particularmente la atención el éxito que tiene la vida y la comida en la calle: cada noche, antes y después del Ramadán (esa no era la razón), miles de personas se congregaban hasta bien tarde en la madrugada en las terrazas de nuestro barrio de meretrices a disfrutar las baratísimas variedades de comida que allí se ofrecían. Laksa malayo, dim sum cantonés, ranas a la pimienta, curri de cabeza de pescado, mee goreng malayo, roti prata indio, satay (de pollo, ternera, cordero o pescado), pato cantonés, y otras muchísimos platos indescifrables fueron probados por nuestros ya ardientes paladares occidentales en nuestro barrio y en mercados como el de Lau Pa Sat.

Para salir por la noche es igualmente una ciudad interesante (eso sí, el alcohol bastante caro, que lo tienen frito a impuestos), y tanto en la zona de Clarke Quay como en St. James Station hay bares y discotecas llenos de gente (demasiados guiris viejos en algunos sitios, para mi gusto). Little India –en pleno festival Deepavali-, Arab Street –celebrando Hari Raya, como medio Singapur- y Chinatown –con su festival Mooncake- también están llenos de vida a todas horas y ofrecen una aproximación más étnica a la ciudad (siempre parece que se festeja algo, por cierto). Como no he estado en la India (todo llegará), me impresionó particularmente Little India, con sus puestecitos que venden especias, saris o electrónica a cualquier hora, y con un colorido tremendo en torno a los templos y callejuelas.

La singapurense isla de Sentosa, repleta de parques temáticos, redes de voleibol junto al mar y bares playeros es un sitio majo para pasar la tarde, y así lo hicimos en la piscina del Café del Mar, con cerveza en mano y un tono de piel ya casi malayo. Y mejor aún, diría yo, para una tarde tranquila, es el enorme y placentero Jardín Botánico, en el que me gustó mucho el “jardín de la evolución”, donde de una forma muy didáctica muestran el desarrollo de las plantas a lo largo de la historia de nuestro planeta.

Para rematar Singapur, conseguimos entradas en la reventa para el Gran Premio –nocturno- de Fórmula 1, en el que Alonso quedó tercero. Con la excusa de la F1 también estaban en la ciudad unos compañeros de Optimi que trabajaban por un tiempo en Yakarta, con lo que aproveché para tomarme una copichuela con ellos. Está claro que la carrera en sí se ve mejor en la tele (o en las pantallas gigantes que tenían habilitadas en la explanada), pero el sonido atronador de los motores y el ambiente en un circuito urbano no se aprecia más que metido en el meollo.



Y por si me faltaba por conocer algo más de Singapur después de dos fines de semana, rematé la última noche haciéndome colega de un taxista de vuelta a casa, que se empeñó en llevarme a una discoteca de locales, sin guiris, en la que la música en directo china, malaya y tailandesa se fusionaban. Como aún no era la hora de máxima animación, de ahí fuimos a Orchard Road, donde Tuan tenía colegas en los submundos de la ciudad, que nos invitaron a una botella de Chivas en un ambiente poco recomendable; finalmente, terminamos a las 4 de la mañana en el Newton Food Centre (gran descubrimiento) entre gambas tigre al ajillo riquísimas y todo el corrillo de taxistas, personajes de la noche (portero y “gerente” de uno de los bares de Orchard Road incluidos) y dueños y camareros del chiringo donde comíamos y bebíamos en torno a nuestra mesa. Al final, el pobre Tuan acabó tan ciego que, no solo no estaba para volver a la discoteca, sino que fue un colega suyo quien tuvo que llevarme de vuelta al hotel.

Y sí, esto dieron de sí Hong Kong y Singapur en esta visita. Para todo lo demás, Extremundo ;-).
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lunes, 5 de octubre de 2009

Mongolia, grata sorpresa

Después de mucho tiempo sin publicar nada en el blog, podréis pensar que me he dedicado a otros menesteres y aficiones por Asia. Pues bien, es cierto. De cualquier modo, hoy llega un largo post sobre Mongolia, un país que yo considero muy interesante y en el que estuvimos del al 28 de agosto al 13 de septiembre.

Bueno, pues tras terminar nuestra ruta transiberiana de 6306 km (o así) en tren desde Moscú hasta Ulan Bator, el país menos densamente poblado del mundo (y con diez veces más ganado que personas) nos esperaba con una sincera sonrisa, con la promesa de nuevas aventuras en la estepa y el desierto, y con la infundada esperanza de cumplir la gran quimera, ideada entre whiskies, de hacernos expertos en tiro con arco desde caballo mongol, con las únicas referencias previas –en mi Extremadura natal- de un par de tiros en la casita de mi amigo Miguel en Navalmoral de la Mata, y el trote cochinero sobre mulas cumbreñas cuando aún era un crío imberbe.

Mongolia es un país inmenso, pobre y logísticamente muy complicado, mientras que sus paisanos son gente humilde, feliz y tremendamente hospitalaria. La capital, Ulan Bator (UB), que con su millón habitantes da cobijo a casi la mitad de los mongoles, es la ciudad más fea que yo haya visto nunca (superando con creces a Albacete –por la que, sin embargo, siento profundo aprecio- y a Badajoz –no comment-), y las demás “ciudades” compiten con ella en destartaladas e insustanciales.

Sin embargo, este país que por fin puede recordar con orgullo su glorioso pasado de hordas guerreras y cuna del budismo lamaísta tiene unas gentes merecedoras de todo lo mejor, así como una indómita y excelsa naturaleza que, acompañada de un tiempo enormemente variable y extremo, pondría a prueba las capacidades de supervivencia de cualquier avezado viajero si los mongoles no apareciesen de la nada, con asombrosa naturalidad, para mostrar su generosidad innata y ofrecer ayuda, comida o cobijo en todas las situaciones imaginables.


Los dos primeros días en Ulan Bator nos sirvieron para, deambulando en errantes y anodinos paseos entre inquietantes perros vagabundos (¡qué temible mirada la de los perros mongoles!), visitar lo único interesante de la capital –el monasterio budista de Ganzad Khid–. Igualmente, para organizar la primera parte de nuestro viaje alrededor de Mongolia, que haríamos en una vieja furgoneta rusa junto con dos suecas de 19 años –desmerecedoras de cualquier connotación mítica que Pajares y Esteso nos hayan podido meter en la cabeza sobre las oriundas del país nórdico–, nuestro querido showman y polifacético conductor Pairma y nuestra amistosa guía Paska.

Así es que de esta guisa nos marchamos a través de estepa hacia la reserva natural de Khögnö Khan Uul, que astutamente denominan los operadores turísticos de UB “semi-Gobi”, para así, con paseo en camello incluido (estuvo curioso), contentar a los turistas que no se aventurarán realmente en el legendario desierto. Allí pasamos nuestra primera –de muchas- noche en un ger, con su correspondiente ración de leche de caballo (hembra, nos insistían, ante nuestra poca predisposición por lo que para los mongoles es un manjar) y quesos varios, como muestra de la hospitalidad de la familia que nos acogió.


Como nota gastronómica, yo diría, sin temor a equivocarme, que la alimentación que siguen en Mongolia es muy básica, y, claro está, así fue la nuestra. Guisos de patata o de arroz, con algo de carne o verduras, eran, junto con la pasta, la comida que Paska nos preparaba cada día en su hornillo, bien en la parte trasera de la “furgo” a mediodía (donde nos pillase, normalmente en el medio de la nada) o en el ger por la noche. Como la población mongola no urbana se dedica fundamentalmente al pastoreo itinerante (la agricultura nunca pegó con su carácter), los derivados lácteos obtenidos de sus rebaños son, junto con la carne misma del ganado (ovejas, cabras, caballos, camellos o yaks), la base de su dieta. Curiosamente, la grasa que nosotros apartábamos cuidadosamente de los platos es lo que los mongoles (con Pairma como representante de sus gustos culinarios) más aprecian, mientras que las verduras son desdeñadas aparatosamente. “Lo verde, para las vacas” – parecía decir Pairma.

Y así, bien alimentado él, nos conducía entre baches por la estepa camino del parque nacional Hustai, sólo para ver pastar, de lejos, un par de caballos salvajes takhi o Przewalski, que realmente no impresionan en absoluto con su aspecto de mulo cabezón. De ahí continuamos hasta Karakorum, antigua capital de Mongolia allá por el S. XIII. Más allá de su mítico nombre y del concierto privado de música tradicional mongola con que nos obsequiaron por la noche, sólo el rehabilitado monasterio budista de Erdenee Zuu Khid resulta interesante, por más historias que nos cuenten sobre la roca fálica o las piedras tortuga (¡vaya dos “monumentos”!).

Por las noches dormíamos en gers, las tiendas de campaña de los nómadas mongoles en las que pueden vivir hasta 5 personas. Dependiendo de la zona y la frondosidad de los pastos, los grupos de gers (tres o cuatro por grupo, según el tamaño de la familia) están separados desde unos cientos de metros a decenas de kilómetros. En la lejanía, cuando forman un ger camp, un Quijote castellano moderno habría seguramente avistado, montado sobre un Rocinante mongol, un grupo de platillos volantes posados, cual champiñones, junto a algún pequeño cerro que destaca en la llanura. De los asetados platillos, con sus puertas siempre hacia el sur en galáctica formación, saldrían sonrientes hombrecillos claramente en son de paz, y a nuestro Quijote no le quedaría más remedio que esperar a otra ocasión para afrontar un desafío con alienígenas y simplemente aceptar los pedazos de queso ofrecidos, infinitamente peor que cualquier manchego.


Los siguientes destinos en nuestra ruta, separados todos ellos medio día de día de viaje, fueron los Hot Springs de Tsenkher, la ciudad de Tsetserleg, donde nos aprovisionamos para continuar, y el lago Khorgo-Terkhiin Tsagaan Nuur, conocido como White Lake.

En los Hot Springs, además de darnos un bañito en el agua caliente del manantial que llegaba al ger camp, echamos la tarde montando por primera vez un caballo mongol. Nos hicimos bien con los animales e incluso galopamos, pero no quedó más remedio que reconocer que sería muy complicado lo del tiro con arco en caballo mongol… ¡Habrá que dejarlo para otra ocasión! Incumplido este reto, buscamos uno nuevo: retrasaríamos nuestro vuelo a Pekín para permanecer en Mongolia una semana más y así poder ir al desierto del Gobi, donde una ducha es un lujo, y subir las fabulosas dunas de Khongoryn Els.

Nuestras “amigas” suecas no estaban por la labor de modificar su ruta ni un día, pero la fortuna estuvo con nosotros y al día siguiente, en Tsetserleg, conocimos a Nuria y a Mireia, dos catalanas de Manlleu con las que organizamos otra semana por Mongolia para bajar al Gobi (lo pasamos pipa), siempre con Pairma, cada día más divertido con nosotros y nosotros con él, su mítica cinta de música local (ya subiré algún video) y su robusta furgoneta –que hacía una media de 30 kilómetros por hora-, pero ya hechos al país y sin necesidad de guía.

En el White Lake –aún con las suecas- hicimos una segunda excursión a caballo, aunque esta vez los mulos viejos que montamos casi ni trotaban, por lo que regresamos hastiados antes de tiempo. Por la tarde nos encaminamos por terreno semi-volcánico, con un sol de justicia, al cráter del extinto Khorgo Uul, curioso de ver. Por la noche, una luna llena espléndida y millones de estrellas.

Al día siguiente dejamos a Paska y las suecas en el lago Ogii Nuur y comenzamos el largo viaje hacia las inmediaciones del Gobi, cuyo comienzo, aproximándonos desde la región de Övörkhangai, viene determinado por las viejas ruinas del monasterio de Ongiin Khid. A continuación fuimos a Bayanzag, una zona de curiosas formaciones rocosas frecuentada por buscadores de fósiles de dinosaurio (nosotros no dimos con ninguno), y donde aprendimos el curioso juego del shagal. Una vez que nos hicimos con un buen número de huesos de tobillo de oveja con los que se juega, cada noche (si no había partida de mus), poníamos a prueba nuestra destreza para, siguiendo ciertas reglas, hacer chocar entre sí los huesos que habían caído de la misma forma (cada hueso tiene cuatro posiciones llamadas oveja, cabra, caballo y camello), hasta que uno de los jugadores obtenía todos los huesos. Como conseguimos huesos suficientes para todos, y tengo noticias de que mi juego acaba de llegar a Madrid (¡gracias Nuria y Mireia!), podremos convertirnos en grandes maestros del shagal a la vuelta del viaje, para suplir la falta de práctica en el tiro con arco sobre caballo mongol.

Lo que no podremos hacer tampoco a la vuelta seguro será montar en camello como hicimos para llegar a las dunas de Khongoryn Els. Sin duda, fue uno de los días más divertidos en Mongolia. Subimos con atrevimiento y confianza –inicial- a lo alto de estas dunas (los camellos quedaron en la lejanía), donde unas vistas espectaculares sobre el desierto recompensaban el enorme esfuerzo que tuvimos que hacer para, literalmente, reptar hasta la cima. A la vuelta, mis habilidades como jinete mongol parecían no tener límites y mi buen camello Jacinto, de firmes jorobas, respondiendo a mis ánimos y gritos de tschu-tshcuuu (que también sirve para los caballos, e igual para las personas), se mostraba solícito e impetuoso, en bonitas carreras con Hermoso, el camello trotón de José Ángel. ¡Qué divertidos son estos animales cuando quieren! Y qué prácticos para los mongoles, que los aprovechan (hay más de 250.000 en toda Mongolia; dos tercios de ellos en el Gobi) para todo: como transporte y animal de carga, y para proveerse de su leche, carne, lana, piel y, como bien pudimos comprobar alguna noche, excrementos para calentar los gers.

Lo comprobamos, por ejemplo, la siguiente noche junto al cañón de Yoly Am (Ice Canyon), que, curiosamente (tan curioso como encontrar un huerto de tomates y cebollas en medio del Gobi), está helado la mayor parte del año (no a primeros de septiembre) y que sin duda merece la pena explorar de todas formas.

Por cierto, que pasamos bastante frío en Mongolia, y tuvimos que tirar de toda nuestra ropa de abrigo (¿?), sobre todo por las noches. Eso sí, de vuelta a Ulan Bator (dos días más de camino, parando, como casi siempre, en el ger de algunos viejos o nuevos amigos de Pairma), no importó la temperatura para salir al fresco en medio de la nada y así observar el cielo más espectacular que yo haya visto nunca, con millones de estrellas cubriendo la bóveda del firmamento.

Y así, con buenos recuerdos y tras una última noche en Ulan Bator, dejamos Mongolia, un país completamente diferente a cualquier otro destino, que proporciona, por sí mismo y por la tremenda hospitalidad de los descendientes del mítico Genghis Khan, una sensación incomparable de libertad, a la vez que de insignificancia ante la inmensidad de la naturaleza.
Pairglaa, Mongolia, no te olvidaré.

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