miércoles, 3 de febrero de 2010

El final de una vivencia inolvidable

La recuperación del portátil (del que rápidamente hicimos copias de seguridad) y el pasaporte marcó el comienzo de una nueva etapa en el viaje con las motos en Laos. Nos marchamos tan rápido de Muang Mai que aún no había amanecido cuando cruzábamos –Mat sin luces-, la pasarela (llamarla puente sería grave ofensa para la ingeniería de caminos) que marcaba el límite de nuestro denostado pueblo.

Llegamos raudos a Muang Khua justo cuando la aguja chica del reloj pasaba las siete del alba, la hora en que en teoría cerraban la carretera para continuar con sus perpetuas obras civiles. Y un par de horas más tarde, tras copioso desayuno a base de tortilla y tostadas (lujazo), acomodábamos, no sin apuros, las motos en la barcaza que surcaría el río Nam Ou en una bonita travesía de cuatro horas hasta Nong Khiaw. Una vez allí, subir las pesadas jacas desde la orilla del río por los empinados escalones que trepaban hasta el pueblo en sí requiso el concurso de cuatro forzudos locales, generosamente condimentados para el desafío, como es menester.


Continuamos ese mismo día hasta Vieng Kham, en una larga, intensa y sufrida jornada que no pudo rematarse con una ducha caliente, por falta de ella en todas las fondas de la villa, que con diligencia nos la recorrimos con ansias de alguna postrera concesión para nuestro abatimiento.

Los 140 km del siguiente día nos llevarían hasta Luang Prabang, a través de un bonito y abrupto camino de arena y piedras cuyas empinadas cuestas parecían a veces demasiado para nuestras queridas monturas, que hubieron de sacar toda su casta y su pundonor; y aún con ellos y con el nuestro, tuvimos que subirlas al paso, con una ración de cariño y dos de sentidos sudores en algún punto. Como ración manducatoria del día, en Pak Xeng volvimos a matar el hambre con el típico arroz “apelmazado” (traducción libre del sticky rice), que comíamos con las manos –siguiendo la costumbre local- para untar bien un sabroso aderezo, bien sangre cruda de pato o pollo. Al echarlo al gaznate con más frecuencia que nuestras visitas al mecánico, pues el arroz pasa del tiempo pasivo al activo en lo del apelmazamiento.


Y de lo más curioso de ese día fue poder observar y participar en lo que a primera vista nos parecía una romería a la laosiana y resultó ser la celebración, a su manera y por adelantado, del nuevo año por parte de la minoría étnica Hmong (que posee un pasado anticomunista, el cual en Laos aún les pasa factura y les hizo refugiarse en otros países). Todos ataviados con sus trajes tradicionales y tirándose unas bolas unos a otros sin parar durante varios días… ¡Muy colorida y entretenida Villa Hmong!

En Luang Prabang esta vez no nos entretuvimos mucho y sólo visitamos las cataratas de Tad Sae, que si bien no eran las más grandes y famosas de la zona, sí que quedaban más a mano en nuestra ruta rumbo al sur, hacia la amistosa ciudad de Vang Vieng. Digo amistosa porque en la mayoría de los restaurantes y locales de esta juvenil población centrada en el turismo de parranda mochilera están continuamente poniendo capítulos de “Friends” en la tele, lo cual me dio mucho alegría y nos ayudó a pasar un par de días de descanso y recuperación de achaques varios mal curados. Por estos males y algo de desventura, una vez más, como en Sipadán, nos quedamos sin hacer la actividad estrella del lugar, que en el caso de Vang Vieng es el tubing. Consiste en tirarte río abajo en un neumático gigante, haciendo oportunas paradas en chiringos montados al efecto, para saborear la cerveza y brebajes locales, y acabar, como mínimo, con una hermosa tajada a lo guirufo, complementada tal vez con alguna lesión por comportamiento temerario en las lianas, tirolinas y otros artilugios que proliferan en las orillas.

Y ya para finalizar la grandiosa experiencia de recorrer Vietnam y Laos en motocicleta, llegaríamos, a través de un puerto de montaña, a Viantiane, la modesta y anodina capital del otrora protectorado francés, que por cierto ostenta el triste record de ser el país que más bombardeado del mundo, por obra y gracia de Estados Unidos. En ella dejamos transcurrir unos días tratando de vender nuestros rucios, sin mucho más que hacer que pasear con ellos a lo largo del Mekong (que yo miraba ya más aborrecido que admirado).

En Nochebuena cenamos de lujo en un restaurante francés, en lo que resultó ser el mejor banquete de todo el viaje, hasta la fecha. Y la noche de Navidad, estuvo además más que entretenida, ya que nos encontramos con Marcos, un crack tarifeño con el que ya habíamos coincidido en un par de sitios en Laos, y con quien lo pasamos pipa esa noche y unas cuantas más, ya que continuaríamos juntos hasta después de la Nochevieja en Tailandia.


Respecto a las motos, las acabamos malvendiendo a un espabilado (Remote Asia Travel) que nos la jugó con el precio (rebajó a última hora su oferta inicial) al ver que no había otros potenciales compradores en esas fechas navideñas, en las que nadie comenzaría un viaje con ellas hasta después de comenzado el nuevo año. Pero claro, nosotros no íbamos a esperar una semana más allí…

Así es que de esta guisa, y con muchas historias de motocicletas ya contadas, sólo me queda en este post decirte, Babushka, que te echaré mucho de menos. A la vuelta del viaje, ya en Madrid, buscaré una prima lejana tuya, molona y robusta, que ronronee entre mis piernas para disfrutar juntos –y sin visitas a los doctores del motor-, de nuevas aventuras en la carretera.

15 - Laos

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