lunes, 5 de octubre de 2009

Mongolia, grata sorpresa

Después de mucho tiempo sin publicar nada en el blog, podréis pensar que me he dedicado a otros menesteres y aficiones por Asia. Pues bien, es cierto. De cualquier modo, hoy llega un largo post sobre Mongolia, un país que yo considero muy interesante y en el que estuvimos del al 28 de agosto al 13 de septiembre.

Bueno, pues tras terminar nuestra ruta transiberiana de 6306 km (o así) en tren desde Moscú hasta Ulan Bator, el país menos densamente poblado del mundo (y con diez veces más ganado que personas) nos esperaba con una sincera sonrisa, con la promesa de nuevas aventuras en la estepa y el desierto, y con la infundada esperanza de cumplir la gran quimera, ideada entre whiskies, de hacernos expertos en tiro con arco desde caballo mongol, con las únicas referencias previas –en mi Extremadura natal- de un par de tiros en la casita de mi amigo Miguel en Navalmoral de la Mata, y el trote cochinero sobre mulas cumbreñas cuando aún era un crío imberbe.

Mongolia es un país inmenso, pobre y logísticamente muy complicado, mientras que sus paisanos son gente humilde, feliz y tremendamente hospitalaria. La capital, Ulan Bator (UB), que con su millón habitantes da cobijo a casi la mitad de los mongoles, es la ciudad más fea que yo haya visto nunca (superando con creces a Albacete –por la que, sin embargo, siento profundo aprecio- y a Badajoz –no comment-), y las demás “ciudades” compiten con ella en destartaladas e insustanciales.

Sin embargo, este país que por fin puede recordar con orgullo su glorioso pasado de hordas guerreras y cuna del budismo lamaísta tiene unas gentes merecedoras de todo lo mejor, así como una indómita y excelsa naturaleza que, acompañada de un tiempo enormemente variable y extremo, pondría a prueba las capacidades de supervivencia de cualquier avezado viajero si los mongoles no apareciesen de la nada, con asombrosa naturalidad, para mostrar su generosidad innata y ofrecer ayuda, comida o cobijo en todas las situaciones imaginables.


Los dos primeros días en Ulan Bator nos sirvieron para, deambulando en errantes y anodinos paseos entre inquietantes perros vagabundos (¡qué temible mirada la de los perros mongoles!), visitar lo único interesante de la capital –el monasterio budista de Ganzad Khid–. Igualmente, para organizar la primera parte de nuestro viaje alrededor de Mongolia, que haríamos en una vieja furgoneta rusa junto con dos suecas de 19 años –desmerecedoras de cualquier connotación mítica que Pajares y Esteso nos hayan podido meter en la cabeza sobre las oriundas del país nórdico–, nuestro querido showman y polifacético conductor Pairma y nuestra amistosa guía Paska.

Así es que de esta guisa nos marchamos a través de estepa hacia la reserva natural de Khögnö Khan Uul, que astutamente denominan los operadores turísticos de UB “semi-Gobi”, para así, con paseo en camello incluido (estuvo curioso), contentar a los turistas que no se aventurarán realmente en el legendario desierto. Allí pasamos nuestra primera –de muchas- noche en un ger, con su correspondiente ración de leche de caballo (hembra, nos insistían, ante nuestra poca predisposición por lo que para los mongoles es un manjar) y quesos varios, como muestra de la hospitalidad de la familia que nos acogió.


Como nota gastronómica, yo diría, sin temor a equivocarme, que la alimentación que siguen en Mongolia es muy básica, y, claro está, así fue la nuestra. Guisos de patata o de arroz, con algo de carne o verduras, eran, junto con la pasta, la comida que Paska nos preparaba cada día en su hornillo, bien en la parte trasera de la “furgo” a mediodía (donde nos pillase, normalmente en el medio de la nada) o en el ger por la noche. Como la población mongola no urbana se dedica fundamentalmente al pastoreo itinerante (la agricultura nunca pegó con su carácter), los derivados lácteos obtenidos de sus rebaños son, junto con la carne misma del ganado (ovejas, cabras, caballos, camellos o yaks), la base de su dieta. Curiosamente, la grasa que nosotros apartábamos cuidadosamente de los platos es lo que los mongoles (con Pairma como representante de sus gustos culinarios) más aprecian, mientras que las verduras son desdeñadas aparatosamente. “Lo verde, para las vacas” – parecía decir Pairma.

Y así, bien alimentado él, nos conducía entre baches por la estepa camino del parque nacional Hustai, sólo para ver pastar, de lejos, un par de caballos salvajes takhi o Przewalski, que realmente no impresionan en absoluto con su aspecto de mulo cabezón. De ahí continuamos hasta Karakorum, antigua capital de Mongolia allá por el S. XIII. Más allá de su mítico nombre y del concierto privado de música tradicional mongola con que nos obsequiaron por la noche, sólo el rehabilitado monasterio budista de Erdenee Zuu Khid resulta interesante, por más historias que nos cuenten sobre la roca fálica o las piedras tortuga (¡vaya dos “monumentos”!).

Por las noches dormíamos en gers, las tiendas de campaña de los nómadas mongoles en las que pueden vivir hasta 5 personas. Dependiendo de la zona y la frondosidad de los pastos, los grupos de gers (tres o cuatro por grupo, según el tamaño de la familia) están separados desde unos cientos de metros a decenas de kilómetros. En la lejanía, cuando forman un ger camp, un Quijote castellano moderno habría seguramente avistado, montado sobre un Rocinante mongol, un grupo de platillos volantes posados, cual champiñones, junto a algún pequeño cerro que destaca en la llanura. De los asetados platillos, con sus puertas siempre hacia el sur en galáctica formación, saldrían sonrientes hombrecillos claramente en son de paz, y a nuestro Quijote no le quedaría más remedio que esperar a otra ocasión para afrontar un desafío con alienígenas y simplemente aceptar los pedazos de queso ofrecidos, infinitamente peor que cualquier manchego.


Los siguientes destinos en nuestra ruta, separados todos ellos medio día de día de viaje, fueron los Hot Springs de Tsenkher, la ciudad de Tsetserleg, donde nos aprovisionamos para continuar, y el lago Khorgo-Terkhiin Tsagaan Nuur, conocido como White Lake.

En los Hot Springs, además de darnos un bañito en el agua caliente del manantial que llegaba al ger camp, echamos la tarde montando por primera vez un caballo mongol. Nos hicimos bien con los animales e incluso galopamos, pero no quedó más remedio que reconocer que sería muy complicado lo del tiro con arco en caballo mongol… ¡Habrá que dejarlo para otra ocasión! Incumplido este reto, buscamos uno nuevo: retrasaríamos nuestro vuelo a Pekín para permanecer en Mongolia una semana más y así poder ir al desierto del Gobi, donde una ducha es un lujo, y subir las fabulosas dunas de Khongoryn Els.

Nuestras “amigas” suecas no estaban por la labor de modificar su ruta ni un día, pero la fortuna estuvo con nosotros y al día siguiente, en Tsetserleg, conocimos a Nuria y a Mireia, dos catalanas de Manlleu con las que organizamos otra semana por Mongolia para bajar al Gobi (lo pasamos pipa), siempre con Pairma, cada día más divertido con nosotros y nosotros con él, su mítica cinta de música local (ya subiré algún video) y su robusta furgoneta –que hacía una media de 30 kilómetros por hora-, pero ya hechos al país y sin necesidad de guía.

En el White Lake –aún con las suecas- hicimos una segunda excursión a caballo, aunque esta vez los mulos viejos que montamos casi ni trotaban, por lo que regresamos hastiados antes de tiempo. Por la tarde nos encaminamos por terreno semi-volcánico, con un sol de justicia, al cráter del extinto Khorgo Uul, curioso de ver. Por la noche, una luna llena espléndida y millones de estrellas.

Al día siguiente dejamos a Paska y las suecas en el lago Ogii Nuur y comenzamos el largo viaje hacia las inmediaciones del Gobi, cuyo comienzo, aproximándonos desde la región de Övörkhangai, viene determinado por las viejas ruinas del monasterio de Ongiin Khid. A continuación fuimos a Bayanzag, una zona de curiosas formaciones rocosas frecuentada por buscadores de fósiles de dinosaurio (nosotros no dimos con ninguno), y donde aprendimos el curioso juego del shagal. Una vez que nos hicimos con un buen número de huesos de tobillo de oveja con los que se juega, cada noche (si no había partida de mus), poníamos a prueba nuestra destreza para, siguiendo ciertas reglas, hacer chocar entre sí los huesos que habían caído de la misma forma (cada hueso tiene cuatro posiciones llamadas oveja, cabra, caballo y camello), hasta que uno de los jugadores obtenía todos los huesos. Como conseguimos huesos suficientes para todos, y tengo noticias de que mi juego acaba de llegar a Madrid (¡gracias Nuria y Mireia!), podremos convertirnos en grandes maestros del shagal a la vuelta del viaje, para suplir la falta de práctica en el tiro con arco sobre caballo mongol.

Lo que no podremos hacer tampoco a la vuelta seguro será montar en camello como hicimos para llegar a las dunas de Khongoryn Els. Sin duda, fue uno de los días más divertidos en Mongolia. Subimos con atrevimiento y confianza –inicial- a lo alto de estas dunas (los camellos quedaron en la lejanía), donde unas vistas espectaculares sobre el desierto recompensaban el enorme esfuerzo que tuvimos que hacer para, literalmente, reptar hasta la cima. A la vuelta, mis habilidades como jinete mongol parecían no tener límites y mi buen camello Jacinto, de firmes jorobas, respondiendo a mis ánimos y gritos de tschu-tshcuuu (que también sirve para los caballos, e igual para las personas), se mostraba solícito e impetuoso, en bonitas carreras con Hermoso, el camello trotón de José Ángel. ¡Qué divertidos son estos animales cuando quieren! Y qué prácticos para los mongoles, que los aprovechan (hay más de 250.000 en toda Mongolia; dos tercios de ellos en el Gobi) para todo: como transporte y animal de carga, y para proveerse de su leche, carne, lana, piel y, como bien pudimos comprobar alguna noche, excrementos para calentar los gers.

Lo comprobamos, por ejemplo, la siguiente noche junto al cañón de Yoly Am (Ice Canyon), que, curiosamente (tan curioso como encontrar un huerto de tomates y cebollas en medio del Gobi), está helado la mayor parte del año (no a primeros de septiembre) y que sin duda merece la pena explorar de todas formas.

Por cierto, que pasamos bastante frío en Mongolia, y tuvimos que tirar de toda nuestra ropa de abrigo (¿?), sobre todo por las noches. Eso sí, de vuelta a Ulan Bator (dos días más de camino, parando, como casi siempre, en el ger de algunos viejos o nuevos amigos de Pairma), no importó la temperatura para salir al fresco en medio de la nada y así observar el cielo más espectacular que yo haya visto nunca, con millones de estrellas cubriendo la bóveda del firmamento.

Y así, con buenos recuerdos y tras una última noche en Ulan Bator, dejamos Mongolia, un país completamente diferente a cualquier otro destino, que proporciona, por sí mismo y por la tremenda hospitalidad de los descendientes del mítico Genghis Khan, una sensación incomparable de libertad, a la vez que de insignificancia ante la inmensidad de la naturaleza.
Pairglaa, Mongolia, no te olvidaré.

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