domingo, 17 de enero de 2010

Los papeles de Laos - la pérdida

El gran día había llegado. Por fin íbamos a intentar, saliendo de Dien Bien Phu, cruzar el paso fronterizo de Tay Trang para adentrarnos en Laos, un nuevo país del que apenas teníamos alguna referencia (sabíamos que las carreteras iban a ser peores, pero no hasta qué punto) y un par de mapas que nos bajamos de Internet y que resultarían providenciales.

Pero antes, había que llegar hasta allí. Y el comienzo de la jornada no pudo ser menos esperanzador, ya que un pinchazo en la rueda delantera de Babushka a apenas 15 km de la frontera nos retrasaría un par de horas que luego echaríamos en falta. Al menos tuvimos la fortuna de que nos ayudaron a cambiar el neumático, pero el freno delantero no quedó nada ajustado y tuvimos que buscar un mecánico antes de continuar.

De vuelta a la ruta, lo más positivo fue que pasamos ambas fronteras sin ningún problema. En Vietnam nos dejaron salir (tras larga espera) y en Laos nos dejaron entrar, dándonos en ambos casos todos los papeles necesarios para nosotros y para las motos, previo pago de los impuestos revolucionarios pertinentes.

Eso sí, apenas cruzamos la frontera, la carretera cambió radicalmente –no así el paisaje, que seguía siendo igualmente bonito, entre montañas densamente pobladas de variada vegetación, y, diría yo, despobladas de personas- y pasó a ser un estrecho y bacheado camino de arena y piedras. Así pues, tras terminar los papeleos a las dos de la tarde y estimar el difícil trayecto por delante, nuestro destino objetivo para ese día pasó a ser el primer pueblo grande tras la frontera: Muang Mai, a sólo 35 km de donde nos encontrábamos.

¡Pero qué 35 km! Nos dijeron que tardaríamos dos horas en llegar, dado el mal estado de la “carretera”. Lo que no nos dijeron era que los laosianos tienen cierto estilo machadiano y “hacen camino al andar”, literalmente. Nada más empezar, nos tuvieron casi dos horas parados para que un par de potentes excavadoras abriesen 300 metros de camino apartando árboles y piedras.


Cuando nos dejaron el hueco justo para pasar, continuamos, ahora con la preocupación de dónde se nos haría de noche (muy pronto, ya que anochecía a las cinco y media) y si podríamos llegar a Muang Mai, ahora que la moto de Mat tenía averiadas las luces. “¿Para qué llamar caminos a los surcos del azar?”
pensé, machadiano. Pues bien, llegamos ya de noche, felices y sonrientes, sanos y salvos, y ciertamente reventados después de un largo día, sólo soñando con una ducha caliente que nos templase el cuerpo y las ideas.

Desafortunadamente, el único hotel de la “ciudad” (¿1000 ha
bitantes tal vez?) estaba completo y acabamos en una pensión sin agua caliente ni electricidad (al parecer el generador del distrito llevaba estropeado un par de meses, y lo estaría al parecer alguno más, y sólo los establecimientos con generador propio tenían electricidad).


Para colmo de desgracias, me di cuenta de que la mochila donde llevaba el portátil, mi pasaporte, todos los papeles, las tarjetas de crédito, algo de dinero, el MP3 y varias cosas menores, no estaba atada a la moto donde debería. Se debía de haber caído con los baches del camino. Así es que, una nueva odisea comenzaba esa noche.


La fortuna nos sonrió de nuevo (porque nos lo merecemos)
y conocimos a Holger, un activista alemán –posiblemente el único occidental en toda la provincia- que lleva más de 25 años trabajando en Laos en diversas ONGs (ahora en DWHH/GAA) y que nos ayudó desde el momento en el que le conocimos. Esa noche recorrimos el camino de vuelta con su coche en busca de la mochila con “los papeles de Laos”, pero no hubo suerte.

Al día siguiente, Holger puso a nuestra disposición todo su personal y recursos, y preparamos unas hojas informativas (en inglés y laosiano) que repartimos por los poblados cercanos (me recorrí la zona con la moto con uno de sus colabor
adores) para ofrecer 100 USD (una fortuna por allí) a quien nos entregase la mochila de vuelta con todo su contenido. En los tres días que nos quedamos por esta zona, no hubo ningún guiño del azar en este sentido y ni nuestras gestiones ni las de la policía dieron frutos. Los controles policiales cerca de la frontera no sirvieron de nada y lo único con lo que nos iríamos de Muang Mai sería con el informe policial que necesitaría para tramitar el salvoconducto de la Embajada Alemana (España no tiene Embajada en Laos; la más cercana está en Bangkok) que me sacaría del país, tras algún papeleo adicional.

Pero al cerrarse una puerta siempre se abre una ventana, y como experiencia más que enriquecedora, el sábado (llegamos un jueves y nos quedamos hasta el domingo en Muang Mai) Holger nos llevó en su jeep con él y uno de sus
compañeros laosianos a un poblado cercano con el que habían comenzado a colaborar en uno de sus proyectos de ayuda al desarrollo. El poblado tenía que decidir hasta qué punto podía poner recursos (en forma de mano de obra) para los proyectos que la ONG, en su último año de trabajo en la zona, les ofrecía (en forma de fondos para la compra de material, y de asesoría técnica y organizativa), y que consistían básicamente en sistemas de abastecimiento de agua y de irrigación para los cultivos. La asamblea estuvo más que entretenida (y eso que no entendíamos nada) y los representantes de todas las familias se pusieron de acuerdo en la priorización y organización de las tareas para sacarle el máximo partido a este proyecto, que tendrán que sacar adelante antes de terminar la estación seca, compaginándolo con el resto de sus tareas, fundamentalmente agrícolas (tranquilas en esta época).


Una vez finalizada la asamblea, el jefe del poblado nos invitó, junto con su familia y amigos y asesores cercanos, a una comida en su casa, en la que la semilla de la camaradería y la diversión rápidamente germinó al ser regada con buenos pelotazos de un whisky de arroz muy guerrero, del que iba
n cayendo una botella tras otra. Terminamos ciegos como piojos fumando de una larga pipa de bambú que el anciano padre del jefe del pueblo no dejaba de recargar (¿tabaco, tal vez?) para gozo de nuestro maltrecho espíritu viajero.


Estaba sin papeles en Laos, sin portátil ni fotos del viaje, sin tarjetas de crédito ni carnet de conducir ni pasaporte, pero ese día con Holger en un poblado perdido de Laos lo recordaré siempre como uno de los mejores del viaje. Fue una inyección opiácea de ilusión, y su efecto se mantendría como la tenue luz que iluminaría los días venideros, en los que, camino de Muang Khua y Udomxai, nuestra moral estaba por los suelos.

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